Su Santidad Gregorio XVI
- EMEDELACU
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(Papa de 1831 a 1846) era natural de Belluno, de la entonces República de Venecia, donde vió la luz el 18 de Septiembre de 1765 con el nombre de Mauro Capellari.
Desde muy joven ingresó en la orden monástica de los camaldulenses.
El papa León XII le confirió el birrete cardenalicio (año 1825), y cuando expiró el papa Pio VIII (30 de noviembre de 1830), fué Mauro Capellari, elegido papa después de un cónclave que duró 50 días (25) de febrero de 1831).
El poder papal, a consecuencia del ambiente creado por el emperador Napoleón I, había sido considerablemente coartado en el espíritu popular de la población del llamado Estado Pontificio, pues parecía haber comprendido por los desconciertos y la infidelidad demostrada por los papas o emperadores apostólicos a través de los siglos de su dominación, que el territorio papal no fué ni pudo ser nunca nación constituida legítimamente sino producto de traición de lesa humanidad, soborno, fraude y simonía, pero sin cerciorarse tal vez, que ésta no es producto sólo de la audacia de algunos hombres astutos, sino del dogma religioso, que exigiendo fe ciega, anestesia las conciencias para hacerlas insensibles ante los derechos y deberes de los pueblos en sus luchas hacia el progreso.
La revolución francesa de 1830 había creado un ambiente de no intervención de potencias en las luchas intestinas de Italia, pero Gregorio XVI demostró su desprecio por esa idea progresista, pues sabía que no le faltarían gobiernos esclavos que le obedecerían; así ahogó una vez más el papado el movimiento popular, que con mayor fuerza amenazaba acabar con la tiranía temporal de los pontífices católico-cristianos, gracias a las bayonetas austriacas y suizas, que hicieron nuevamente correr a ríos la sangre de dos que por dignidad anhelaban ver a su patria, Italia, librada del despotismo de ese estado impostor.
Francia, temerosa de que con el dominio de das fuerzas austriacas en el Estado Pontificio pudiera resultar un concordato nefasto, mandó una expedición militar que ocupó la ciudad pontificia de Ancona (23 de febrero de 1882) y que recién devolvió al papa después de tener seguridades de no existir fundamento para tal intención (año 1837).
Un reformador católico francés, el abate Roberto F. Lamenais, dirigióse a Roma para mover al pontífice a ceder ante el empuje del progreso y renunciar al poder temporal, pero Gregorio XVI le contestó con la excomunión (13 de agosto de 1882), y demostrando al mundo cuán grande era la furia de la iglesia católica en su impotencia de hundir el avance de la civilización.
Contra los primeros ferrocarriles y vapores trasatlánticos que empezaban a acortar las distancias del mundo tierra; las fábricas que con sus máquinas apresuraban las industrias; la electricidad ya vislumbrada en la naciente telegrafía; las ciencias que en todo orden llamaban a los hombres al estudio arrancándolos de su estultez y fe ciega, en una palabra, contra todo cuanto pudiera entrañar una revolución progresiva, lanzaba Su Santidad el anatema de la excomunión, tratando por todos los medios a su alcance restablecer las jerarquías feudales de la edad media, los medios ya gastados de la inquisición y todo cuanto pudiese significar la humillación humana.
Pero los gobiernos de los pueblos, escarmentados por las revueltas populares no se atrevieron a aceptar esas condiciones, y ante la intransigencia del papa tuvieron casi todas las cancillerías que cortar sus relaciones con el Vaticano.
Gregorio XVI extremó la excomunión de Pio VIII contra las sociedades bíblicas (año 1844), y trató de influir sobre el zar Nicolás I de Rusia de restablecer el imperio del catolicismo en ese país.
Su indiferencia de ver los horrendos desastres sociales que acarreaban sus luchas por mantener en pie las virtudes teológicas, motivó que, cuando falleció, el 19 de junio de 1846, arrancó un suspiro de alivio a los que aún tenían audacia de llamarse sostenedores de la religión católico-cristiana.

Libro: Biografías de la Revista Balanza
Autor: Joaquín Trincado