Fernando Maximiliano José de Habsburgo
- EMEDELACU

- 13 may
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Archiduque de Austria, nació el día 6 de Julio de 1832. Era un hermano menor del emperador de Austria-Hungría, Francisco José.
Su clara inteligencia auxiliada por una esmerada educación; su actuación en la armada, sus viajes de estudio por numerosas regiones de Europa, Asia y África, agregaron a su carácter emprendedor grandes conocimientos de legislación y economía social.
¿Quién hubiera podido sospechar que este hombre que en la corte de Austria era odiado por sus ideas liberales y progresivas, iba a caer víctima de una confabulación sin precedentes en la historia? A los 25 años (27 de julio de 1857), se casó con María Carlota, hija del rey Leopoldo I de Bélgica. Tal vez como una ironía del destino fué la ceremonia nupcial una de las más brillantes que recuerdan los anales de las cortes europeas.
Ese mismo año había sido nombrado virrey del reino Lombardo-Veneto que Austria había creado en Italia bajo su soberanía. La guerra que Napoleón III de Francia llevó a Austria disolvió ese reino y Fernando volvió a Austria. En momentos que organizaba una expedición científica para explorar las selvas tropicales del Brasil, fué secretamente entrevistado por Napoleón III con el fin de conmoverlo a aceptar el trono de México que se empeñaba en restablecer. (Antes de continuar con este triste episodio, daremos una mirada retrospectiva sobre la situación entonces reinante en México para así poder descubrir qué secreto encerraba ese empeño del emperador francés.
Desde su separación de España hasta 1861, México había cambiado nueve veces de gobierno. Cincuenta personas habían figurado sucesivamente al frente del país y el número de rebeliones militares y civiles pasaba de 300. Esta situación, creada más por ambiciones desmedidas exteriores que por desaciertos gubernamentales internos, creaba situaciones un tanto violentas para los intereses de los residentes extranjeros. Ya el año 1839 había una escuadra francesa bloqueado los puertos mexicanos, hasta obligar al gobierno a pagar una indemnización. El año siguiente motivó nuevos. desórdenes la política llevada por Estados Unidos para apoderarse del Estado de Texas, hecho que arrastró a México a una desastrosa guerra. El ambicioso general Antonio López de Santa Ana, que luchaba por apoderarse de la autoridad total del convulsionado país, al no conseguir su fin, abandonó el gobierno, entregando su desdichada patria a la más completa anarquía, hasta que el año 1855 asumió la presidencia el abogado y general don Juan Alvarez, de descendencia india, quien frenó un instante las pasiones políticas y dió al país una constitución liberal con la que puso freno a los medios de que se valía la iglesia para apoderarse de los tesoros del país.
La reacción no se hizo esperar: pronto se vió acusado de despotismo y tiranía, viéndose el humilde indio reemplazado por el general conservador Félix Zuloaga, que volvió a abolir la constitución (1858).
Otro denodado luchador, también de raza india, Benito Juárez, al frente de los "Puros" o radicales, fué elegido presidente de la República, pero como Zuloaga, a quien apoyaban los conservadores y clericales, se negó a entregar el poder, vióse Benito Juárez obligado a restablecer su sede en Veracruz y defender su soberanía mediante el empleo de guerrillas.
Los Estados Unidos de Norte América, que querían. aprovechar esta situación caótica para apropiarse del comercio mexicano, exigió del general Miguel Miramón, lugarteniente de Zuloaga, que firmase un tratado a título de perpetuidad que autorizaría a la gran república del Norte el libre tránsito por el istmo de Tehuantepec. La tentativa falló, pues si bien Miramón antes que general había sido un capitán de bandoleros, tenía aún suficiente amor a su patria para rechazar la propuesta, por lo que, a despecho, reconoció Estados Unidos a Benito Juárez como presidente. Cuando éste derrocó finalmente a su adversario del poder (25 de Diciembre de 1860), se encontró ante un cuadro desolador: Zuloaga y Miramón habían no sólo agotado los tesoros del gobierno, sino que aún habían empeñado al país solicitando grandes empréstitos en el extranjero. Juárez, comprendiendo que aún los bienes confiscados de la iglesia bastarían apenas para levantar de la ruina a su patria, se negó a reconocer los mencionados empréstitos.
Numerosos conservadores y clericales prófugos habíanse establecido en París e instigaban a Napoleón III para apoyar la reacción en México, asegurándole que esto cubriría a la casta napoleónica y a la Francia de gloria. También la reina Isabel II era incitada por su corte clerical, lo que dió pie a que estos países, a los que se unió Gran Bretaña, concordaran un plan de intervención en México. En la convención de Londres declararon las tres potencias "que a consecuencia de la deslealtad del gobierno mexicano se veían obligados para exigir para sus connacionales allí residentes una mayor protección", agregando que no se inmiscuirían en los asuntos internos del gobierno ni perseguir plan alguno de conquista.
Después de esta convención partieron para México las tres escuadras. Los españoles, a las órdenes del marqués de Castillejos, general Juan Prim y Prats ocuparon Orizaba; los franceses al mando de Jurien de la Graviere y Dubois de Saligny, acamparon en Tehuacán, y los ingleses, a los que el gobierno mexicano asignado la ciudad de Córdoba, por no llevar tropas de desembarco, quedó anclada en Veracruz (Enero de 1862). Pocos días después celebróse una conferencia entre los comisionados de las tres potencias y el ministro de Negocios Extranjeros mexicano, don Manuel Delgado, ante quien reiteraron lo convenido en Londres. Benito Juárez, que tenía conocimiento de los planos de los soberanos de Francia y España, tenía sobrados motivos para desconfiar de estas misiones militares, aún cuando sabía que el comisionado español se oponía enérgicamente a tales planes, pero como no se había convenido quién de los tres jefes encabezaría la expedición, llamaba la atención que el francés esquivaba todas las opiniones del jefe español.
Cuando Juárez invocó las garantías establecidas en la convención de Londres solicitando la expulsión del general Juan Nepomuceno Almonte, del fraile Francisco Xavier Miranda y otros jefes del partido clerical que a su regreso de Francia eran amparados por los expedicionarios franceses, consideraron Prim y Wycke justas las reclamaciones de Juárez y celebraron con el jefe francés una conferencia en Soledad (19 de Febrero), enterándose entonces de las órdenes que éste recibía de Francia. A la protesta del marqués de Castillejos replicó el francés en tono burlón que el general español se oponía sin duda a la candidatura de Maximiliano por aspirar él mismo a esa corona. Ante esta insolencia ordenó don Juan Prim y Prats el reembarco de sus tropas. Los ingleses abandonaron también las aguas mexicanas, quedando en tierra la expedición francesa que aún se negó a regresar a la costa como había sido convenido para caso de desacuerdo.
Napoleón III, que quería ganarse el aprecio de Pío IX cumpliendo una vez más la tradicional obediencia que Francia había prestado a los pontífices de Roma, ordenó el envío de nuevas tropas a México, las que unidas al ejército conservador que había organizado Almonte, atacó a las fuerzas que defendían la capital de México. Estas fuerzas, que se hallaban acuarteladas en Puebla, fueron vencidas tras una larga y heroica resistencia. En vano trató Benito Juárez de inspirar valor a los aterrados habitantes de la capital; pronto vióse abandonado de todos, obligándole una rebelión a llevar la sede de su gobierno a San Luis Potosí.
Cuando el 10 de Junio fué tomada la ciudad de México, consideróse llegado el momento de realizar "el pensamiento supremo de Napoleón III", nombrando los franceses una regencia compuesta por los generales Juan Nepomuceno Almonte y Mariano Salas y el famoso arzobispo de México Pelagio Antonio Labastida, la que reunió una asamblea de Notables compuesta por 300 conservadores y clericales que decretó por unanimidad cambiar el régimen republicano por una monarquía hereditaria regida por un soberano católico, ofreciendo el trono a Fernando Maximiliano de Habsburgo.
El archiduque titubeaba en aceptar la corona cuando ésta le fué ofrecida por una diputación mexicana. A los ruegos de los emisarios que decían esperar sólo de él la salvación de su patria, respondió que "aceptaría la corona tan pronto toda la nación aprobara con su voto la decisión de la capital de México" (3 de Octubre de 1863).
Bajo la presión de las bayonetas francesas resultaron favorables las elecciones generales y cuando Maximiliano recibió la noticia de que 2000 municipios se habían declarado en su favor "para bajo el dulce cetro de un soberano sabio llegar a una nueva vida", no dudaba ya de la sinceridad del ofrecimiento y aceptó el trono de Moctezuma.
Como lo exigía la "etiqueta", tuvo, antes de cruzar con su esposa el océano, que hacer una visita a Pío IX. El pontífice, después de bendecir a la pareja, exigió del emperador que vengara a la iglesia en México. ¿No era esto suficiente advertencia para quedar sobre aviso del destino que le esperaba? El emperador no dió señales de advertirlo como tampoco nada le dijeron todos los contratiempos que sufrió en su viaje. Muy al contrario: María Carlota, que había vivido afligida por no haber podido regalar a su cónyuge ningún vástago, emprendía el viaje gozosa de poder colaborar con su esposo en tan peligrosa empresa.
Cómo podía haber previsto el monarca, resultó estéril su buena voluntad. Inútilmente decretó la libertad de prensa y sacó de la servidumbre a los indios, pues tanto el general Bazaine, jefe de las fuerzas francesas, como los conservadores y clericales, al ver que Maximiliano no daba cumplimiento a lo ordenado por el pontífice, empezaron a obrar por su propia cuenta, contribuyendo con esto a hacer cada día más odiosa la figura del emperador ante sus amargados súbditos. El decreto de nacionalización de los bienes de la iglesia motivó que el Vaticano rompiera relaciones con México, dando pie al arzobispo Labastida para duplicar sus ataques a la corona.
Estados Unidos, que desde años tenía fijado sus ojos codiciosos en México y sólo por la guerra de secesión se había visto imposibilitada de evitar la invasión francesa, hacía ahora cuanto podía para hundir el imperio al que se negó a reconocer, y aún amenazó con una ruptura con Francia si ésta no retiraba sus tropas de México. Napoleón III, acobardado, no hacía desde entonces más que buscar un pretexto para desligarse de sus compromisos.
La política traidora del emperador francés quedó pronto al descubierto y los mexicanos comprendieron que el imperio se estaba derrumbando; con cada día crecía la fuerza del presidente Benito Juárez y Maximiliano decidió renunciar, pero sus fieles le persuadieron alegando que su caída acarrearía las peores consecuencias para ellos a la vez que sería considerado en todo el mundo como una cobardía; resolvió entonces enviar su esposa a Europa para buscar alguna solución y decretar, mientras tanto, la organización de un ejército de 8.000 hombre para hacer frente a la situación.
Una suerte trágica esperaba a la emperatriz: Napoleón III se negó a prestar ayuda alguna y cuando a sus graves acusaciones contestó con una sonrisa sarcástica, le advirtió que sobre los traidores pesa siempre una maldición. Al verse abandonada de todos, consideró que sólo un hombre podría salvar la vida y el honor de su esposo: Pío IX. A él acudió; pero el orgulloso pontífice, a quien alcanzaría también en breve la ley de las compensaciones, no hizo más que buscar un subterfugio para excusarse ante la desesperada emperatriz. A la infeliz mujer le faltaba esa presencia de ánimo que había demostrado un día Napoleón I cuando en una histórica entrevista calificó al papa de "COMEDIANTE"; ella, por el contrario, al comprender por los reproches ambiguos del pontífice que su esposo había sido el cebo para la consecución de un fin inconfesable, se arrojó presa de una aguda crisis nerviosa sobre el representante de Cristo... En un lamentable estado de delirio retiraron la de los palacios del Vaticano para llevarla al castillo de Miranda, donde había pasado los primeros años de su matrimonio.
Maximiliano no alcanzó a saber la triste situación de su esposa. Sitiado en Querétaro, ofrecía una tenaz resistencia a las fuerzas republicanas sin saber que una nueva traición abreviaría su martirio de vana esperanza: el coronel Miguel López, por un "jornal de Judas", abrió la puerta de la fuerte citadela en la noche del 14 al 15 de Mayo de 1867, viéndose el emperador apresado, sin poder ofrecer ninguna resistencia.
Un consejo de guerra le condenó a muerte. Benito Juárez podía haberle salvado la vida, pero como comprendía que el ánimo popular reclamaba una víctima, que era la persona del emperador, a quien el pueblo acusaba de ser culpable de su malestar, hubo de rechazar todos los pedidos de indulto que llegaban del exterior y ordenar la ejecución, que se cumplió el día 19 de Junio del año 1867. Murió fusilado con sus generales Miguel Miramón y Tomás Mejía. El mismo día del ajusticiamiento se rindió la ciudad de México y cuando ocho días después cayó también Veracruz, había desaparecido el último vestigio del siniestro imperio, cuya tragedia debía haber hablado más claro a los hombres para hacerles comprender que la ley de las compensaciones marca el rumbo a la humanidad.

Libro: Biografías de la Revista Balanza
Autor: Joaquín Trincado
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