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Joaquín Trincado

Enrique IV de Alemania

  • Foto del escritor: EMEDELACU
    EMEDELACU
  • 13 may
  • 11 Min. de lectura

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Es sin duda uno de los hombres cuya historia ha de servirnos de ejemplo para juzgar cuan fatal es para un pueblo, cuando su jefe se deja absorber por los dogmas religiosos.


Enrique IV, el hombre tan amado por su pueblo, del que en justo homenaje recibió el apodo de "El Grande'', había nacido el año 1050.


Tenía solo seis años de edad cuando, por la muerte de su padre, ascendió al trono imperial bajo la regencia de su madre Águeda, quien no supo imponerse ante las exigencias insolentes de los orgullosos noble alemanes, que, bajo el pretexto de considerar una humillación al ser gobernados por una mujer, llevaron al país a una anarquía lamentable, en la que cada feudo buscaba aumentar sus bienes a costa del de sus vecinos.


En esta piratería se distinguían con especialidad los dignatarios eclesiásticos. Citaremos entre éstos a los obispos Enrique de Augsburgo y Gunter de Bambergo, que se llevaban una guerra ininterrumpida en la cual se portaban los soldados obispales contrincantes lo mismo que vulgares bandoleros.


Excusado es decir los esfuerzos que hacía cada príncipe de la iglesia, con el fin de apropiarse de la regencia del imperio, y a tal llegó la envidia, que a la edad de doce años fué el joven Enrique raptado por el arzobispo Hanno de Colonia, pero el arzobispo Sigrid de Maguncia, que abrigaba los mismos anhelos, entabló de inmediato la disputa con su colega; y como única forma de arreglo, se dispuso que el niño sería confiado al obispo en cuyo predio residiera la corte imperial. De esta forma se encontraba el joven emperador con frecuencia puesto bajo la tutela de distinto obispo, que hicieron del niño bondadoso y prudente un hombre desconfiado y caprichoso, pues se veía continuamente obligado a fingir, dado que, si un obispo lo trataba con el mayor rigor, otro en cambio, lo incitaba al libertinaje o trataba de convertirlo en un fanático religioso o lo adulaba pintándole fantasías exageradas de su futura soberanía como emperador. En esta forma desvergonzada se disputaban los príncipes de la iglesia por ganarlo para sus intereses, rodeándolo de cortesanos infectos de todos los vicios, terminando por dominar por completo su carácter para convertirlo en un hombre licencioso.


Las exacciones que eran menester imponer al pueblo para la realización de las grandes bacanales, unido a los continuos actos de bandolerismo que cometían sus cortesanos, provocaron un levantamiento que fué ahogado en sangre.


Este hecho fué aprovechado por el papa Gregorio VII para imponerse ante el joven emperador, quien se mostraba muy humilde ante las exigencias del orgulloso pontífice, aunque de mala gana, porque el papa, para su elección de sumo pontífice no había cumplido con el protocolo, pues este exigía la previa consulta del emperador (Véase Hildebrando en LA BALANZA No 58). Por esta causa fué que al exigirle el pontífice que impusiera el celibato al clero de su imperio, se negó este a aceptar la condición, recibiendo sin embargo a los delegados papales con grandes honores, cometiendo aun la debilidad de entregarles una carta para Gregorio VII en la que se acusaba de simonía.


El pontífice, viendo en esta flaqueza una oportunidad para obligar al emperador por la imposición a humillarse a su supremacía, sembró astutamente la discordia entre los estados súbditos del imperio, bastando pocos meses para encender la más sangrienta revolución. El papa demostró sin embargo ser falso profeta, pues Enrique opuso una heróica resistencia.


Pero del fanatismo reinante en esos siglos, iba a servirse el pontífice como arma mortífera, lanzado contra el emperador el anatema de la excomunión, por lo cual vióse éste abandonado por la mayoría de sus partidarios. Aun trató el emperador de resistir, convocando un concilio en el que expuso sus derechos de intervención en la elección de los papas y por haber omitido esto Hildebrando, no podía ser considerado pontífice legal, por lo cual lo destituyó, nombrando en su lugar al arzobispo Guiberto de Rávena que tomó el nombre de Clemente III; pero como este papa no tuvo fuerzas militares suficientes para expulsar a Hildebrando de Roma, quien apoyado por el populacho y la condesa Matilde de Tuscia, se reía del concilio a pesar de encuadrar en los protocolos eclesiásticos, continuaba tranquilamente desempeñando las funciones pontificias y aun llegó a colocar a Clemente III en la lista de los antipapas.


El ambiente que se había creado Gregorio VII lo empujaba a echar mano a los hechos más desçarados.


Así concibió la idea, valiéndose de los cabecillas rebeldes, someter a Enrique IV en su propio imperio, por lo que envió emisarios anunciando que emprendería viaje hacia Alemania; esto llevó al emperador a la desesperación, pues preveía las consecuencias más funestas para su país, resolviendo al ver al pontífice obrar sin miramiento alguno, suspender su oposición e ir al encuentro del papa para implorarle clemencia para sí y su infeliz patria.


En pleno invierno inició el viaje, sin que ninguno de sus feudales se dignara acompañarlo; solo su abnegada esposa Berta, la mujer a quien tanto amó, había desdeñado en sus tiempos de poderío, le quedó fiel en la desgracia, y acompañada por algunas mujeres que no pudieron privarse del cariño de su señora, iniciaron a pie el viaje a través de los montes helados.


Después de sacrificios inenarrables llegaron al suelo italiano donde los enemigos de Gregorio VII recibieron al emperador con los brazos abiertos, ofreciendo sus espadas para combatir al pontífice. Si Enrique hubiera querido aceptar, se habría visto al frente de un poderoso ejército. Pero el desconsolado soberano no veía más que ese pulpo siniestro que Hildebrando había tejido sobre los destinos de Alemania y solo cabía en él la idea de solicitar con su humillación personal el perdón del orgulloso pontífice y suplicarle poner fin a la guerra horrorosa e indigna que sin posible solución diezmaba a su pueblo.


Gregorio VII, seguro de su triunfo, ya estaba en camino a Alemania cuando le llegó la noticia del viaje del emperador, decidiendo entonces dirigirse al castillo de Canosa, donde residía la condesa Matilde.


Cuando Enrique llegó a las puertas del castillo, negóse el papa a recibirlo y solo a los ruegos de la condesa, fuéronle abiertas las puertas, previa condición que hiciera penitencia, lo que el emperador aceptó.


La fortaleza de Canosa estaba circundada por tres altas murallas, permitiéndose solo al emperador pasar la puerta de la primera, porque su séquito tenía que esperarlo en las afueras. Luego fué obligado a bajarse del caballo y cambiar su vestimenta imperial por el traje de penitente, pasando, así y descalzo, la puerta de la segunda muralla.


Aquí tuvo que esperar tres días, desde la mañana hasta el anochecer en la nieve, pues solo durante las horas de la noche se le permitía asilo y recién el cuarto día le consintió el pontífice que llegara a su presencia para entrevistarse con él.


Enrique tuvo que jurar, prestar incondicionalmente obediencia a él, como jefe de la cristiandad y después de haber accedido a todas las exigencias humillantes, prometió Hildebrando que lo absolvería de la excomunión. Acto seguido lo invitó a acompañarlo hacia la iglesia que se encontraba cerca del castillo, donde el papa, que todo lo había previsto, mandó congregarse el pueblo para celebrar la misa.


En el momento de la comunión llamó al emperador hacia el altar y rompiendo una hostia en dos mitades le dijo: "Enrique, tu me habías acusado de crímenes infames; si tu acusación pudiera encerrar una verdad, no me podría ser posible desempeñar mi alta función espiritual. Todo mi pasado desmiente tus acusaciones.


Pero quiero, para demostrar mi inocencia invocar la justicia de Dios. Consumiré aquí, ante el pueblo que será mi testigo, la mitad de esta sagrada hostia, pidiendo a Dios que me castigue con una muerte repentina si soy culpable". Después de estas palabras tragó el pontífice la mitad de la hostia. Con un estruendoso aplauso saludó la multitud al papa, como convictos que con este juicio les había demostrado su inocencia.


Luego, dirigiéndose al emperador, díjole: "También tú, hijo mío, estás acusado de grandes crímenes; tomad esta otra mitad de la sagrada hostia y demostradnos que eres inocente de los delitos de que os acusan los reyes de Alemania". Pero el emperador, lívido de espanto, dio un paso atrás; su sinceridad lo había hecho traición, en vano trató de reaccionar, tartamudeando unas disculpas de no estar presente sus acusadores, pues la alegría triunfal que leía en el rostro del pontífice, le pronosticaba lo que podía esperar de ese hombre y no se equivocó.


Al abandonar la iglesia vióse despreciado por la escolta que le habían entregado los enemigos de Gregorio VII, pues el papa había mandado divulgar la humillación del emperador y lo mismo declaró en una carta que envió a los reyes rebeldes de Alemania (28 Enero 1077).


Los soberanos alemanes depusieron a Enrique, proclamando en su lugar a Rodolfo de Swaben en la forma más vergonzosa, porque el trono lo habían ofrecido, virtualmente, al mayor postor, pero en cuanto Enrique IV regresó a Alemania, fué aclamado por el pueblo, entablándose una sangrienta guerra entre ambos emperadores, en la cual volvió Enrique a cometer la debilidad de llamar a Gregorio VII como árbitro. Este no hizo más que aumentar la confusión dando oportunidad a Rodolfo para asegurar sus fuerzas e inflingir una derrota total a las fuerzas de Enrique, apareciendo entonces el pontífice para pronunciarse en favor de Rodolfo, excomulgando a Enrique por segunda vez.


Esta acometida indigna hizo reaccionar al emperador, quien se marchó de inmediato a Italia, donde, apoyado por los enemigos de Gregorio, se puso al frente de un poderoso ejército que tomó a Roma, sin dar tiempo a Gregorio VII a ponerse a salvo, quedando preso. y subiendo entonces al solio pontificio el papa Clemente III. quien coronó nuevamente al emperador. Pero Gregorio supo entenderse con un duque normando que con un ejército compuesto casi exclusivamente de mahometanos. desalojó de Roma a Enrique IV v Clemente III y como Gregorio que temía que el pueblo romano atentaría contra su vida, mandó incendiar la ciudad por varios puntos a la vez, aprovechando así la confusión para huir sin ser visto a Salermo donde excomulgó por tercera vez a Enrique IV.


A la muerte de Gregorio VII (año 1085) fué sucedido respectivamente por Víctor III y Urbano II quienes continuaron la política en contra del emperador, por lo que seguía éste apoyando a su papa Clemente III.


El entredicho entre Enrique IV y los pontífices de Roma alentaba a los rebeldes alemanes a continuar la guerra civil, y como para justificar su actitud, dando apariencia que con su rebeldía luchaban para el bien de la religión, hacían preceder a sus ejércitos de un gran crucifijo adornado con una bandera roja, símbolo que sus soldados eran defensores de la fe cristiana.


Enrique había aprendido mucho de sus desgracias: dejó de tener esa fe ciega que había tenido en la iglesia; empezó a coartar cuanto pudo el feudalismo, eligiendo tanto para los cargos civiles como eclesiásticos los hombres más morales y capacitados con lo cual se ganó mucho más el amor del pueblo, y por más sangrienta que sus enemigos le llevaran la guerra, los derrotó en forma tal, que el emperador sustituto coronado por los rebeldes, Hernando de Luxemburgo, sucesor de Rodolfo de Swaben, renunció desanimado a. su trono (año 1088) los rebeldes aún encontraron en el ambicioso Egberto II de Turingia un candidato para ocupar el vacilante trono, pero cuando éste murió asesinado el año 1090 quedó el trono vacante y con él fracasó la revolución.


El pontífice de Roma, Pascual II, al ver a Enrique repuesto en su poder trató de insinuar al emperador que rechazara al considerado como antipapa Clemente III, pero Enrique IV se negó a desconocer los derechos que asistían a su sincero amigo para ocupar el solio pontificio y aun aquel mismo año (1090) a fin de obligar a la condesa Matilde de Tuscia a llevar una vida más moral, se marchó al frente de un poderoso ejército hacia Italia, exigiéndola se casara con el joven hijo del duque de Baviera.


En vano reunió la condesa sus guerreros y las fuerzas pontificias; toda resistencia fué inútil: sus ejércitos fueron aniquilados, cayendo presa la condesa mientras que el papa buscó su salvación en la huida. Enrique IV entró triunfalmente en Roma colocando por segunda vez a Clemente III en el solio pontificio, quien en presencia del emperador, unió solemnemente en matrimonio a la condesa con el joven duque.


Enrique IV quiso hacer una buena obra sin prever la horrible venganza que sus innobles adversarios tramaban contra él. Al volver a Alemania dejó a su más joven y amado hijo Enrique como rey de Italia para vigilar el cumplimiento de sus órdenes.


Pero la muerte de Clemente III le privó de un sincero amigo, consiguiendo el papa Pascual II, que había salido de su escondrijo en la Baja Italia, ganarse la voluntad del joven Enrique. ¿No dice el antinatural criterio en el texto del evangelio atribuido a Lúcas como que Jesús hubiera enseñado que: "El que no odia a su padre y a su madre no puede ser mi discípulo"? Con promesas de poderío y la bendición apostólica pudo el pontífice despertar la ingratitud de Enrique hacia su padre el emperador, encabezando una rebelión que pronto abarcó toda la Italia. Conrado, el hijo mayor de Enrique IV levantó a su vez en revolución a Alemania. Pero el emperador, a pesar de la gravedad de la situación, derrotó a las fuerzas de Conrado, tomándolo preso; Enrique, previendo que pronto correría la misma suerte que su hermano, aleccionado por sus apostólicos consejeros, fingió de pronto sentirse arrepentido y saliendo al encuentro de su padre, se arrojó a sus pies. "Hijo mío si yo he de merecer castigo de Dios por mis pecados, no seas tú quien manches tus manos ni tu honor; escuchadme: “¡El hijo no debe eregirse en juez de su padre!" Convenció Enrique a su padre para que despidiera a sus ejércitos y para demostrar su amor filial, invitó a su padre a concurrir a la fortaleza de Ingelheim para compartir en una fiesta de confraternidad. El emperador se presentó desconfiadamente, pero apenas puso sus pies en el castillo fué apresado, mientras que su hijo, gozoso de su triunfo, nombró un jurado para juzgar a su padre, ante el cual compareció el 30 de diciembre de 1105.


El anciano emperador, destrozado por esta traición sin calificativo se arrojó llorando a los pies de su hijo recordándole que se hallaba en presencia de su padre, que él sería su legítimo sucesor, rogándole que esperara solamente el término de sus ya contados días. Tan emocionante era esta escena que en muchos rostros se asomaban las lágrimas. Enrique empero quedó impasible; ni siquiera tuvo corazón para dedicarle una mirada, y como todo ya había sido dispuesto de antemano, cuando el anciano terminó su súplica, adelantáronse los arzobispos de Worms, Colonia y Maguncia quienes, en la forma más despreciativa, le ordenaron abdicar al instante en favor de su hijo. Ante esta acometida recuperó Enrique IV por un instante sus energías y les pide que le den motivos. Los príncipes de la iglesia le contestaron con improperios diciendo: "Porque durante muchos años has desgarrado el seno de la Iglesia de Dios; porque has vendido los obispados, las abadías y dignidades eclesiásticas; porque has violado las leyes sobre la elección de los obispos: “Por estos motivos han decidido el soberano pontífice V, los príncipes del imperio echar del trono y de la comunión de los fieles."


El anciano se erigió con orgullo explicándoles que, si había cometido esos delitos de que lo acusaban, que le citaran los casos, desde que ellos mismos debían sus dignidades a él, todo lo cual expuso con tanta sinceridad, que los prelados vacilaron un instante, cuando el arzobispo de Maguncia, ahogando sus sentimientos gritó enfurecido: "¿Por qué vacilamos? ¿No nos cumple a nosotros consagrar a los reyes? ¡Si el que hemos revestido con la púrpura es indigno, despojadle de ella!" Entonces los tres prelados se arrojaron sobre el emperador, arrancándole la corona, el mantón, los ornamentos e insignias reales, llevándolos a su hijo, Enrique V, quien se hizo revestir con ellos.


Enrique IV consiguió empero huir de su prisión, ofreciéndole el pueblo de inmediato su apoyo, pero sabiendo que con las contínuas conspiraciones del pontífice no haría más que derramar inútilmente la sangre de su pueblo, rechazó todas las ofertas, se dirigió a la ciudad de Espira donde había un templo que años atrás había mandado construir, esperando encontrar allí asilo donde morir en paz. Suplicó al obispo que le otorgase con qué vivir, ofreciéndose en cambio a hacer las veces de tonsurado y servir en el coro; pero esta humilde petición fué rechazada con desdén, retirándose entonces a Lieja, donde falleció a los pocos días, el 7 de Agosto del 1106 de tristeza.


El obispo de Lieja, el único dignatario eclesiástico que se había apiadado del anciano emperador, dió sepultura a su cuerpo. Pero por orden expresa del papa Pascual II tuvo que desenterrarlo y dejarlo insepulto en una celda de la catedral, hasta que cinco años más tarde, le fué levantada la excomunión.


Apenas trascendió al pueblo la noticia de la muerte del tan amado soberano, se convulsionaron todos los hogares humildes. Caravanas interminables compuestas por miles y miles de personas venían a arrodillarse al lado del ataúd para exteriorizar así su cariño hacia el desheredado emperador: era el homenaje más grande que podía ofrecer la opinión pública como un reto al amaño de los usurpadores, que siendo hombres, luchaban por hacerse dueños de los hombres sus hermanos.


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Libro: Biografías de la Revista Balanza

Autor: Joaquín Trincad

 
 
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