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Joaquín Trincado

Don Antonio Canovas del Castillo

  • Foto del escritor: EMEDELACU
    EMEDELACU
  • 4 may
  • 6 Min. de lectura


Nació en Málaga, España, el 8 de febrero de 1828. Sus padres, cuya situación no era muy desahogada, le dedicaron al estudio de las ciencias exactas, pero pronto hubieron éstos de convencerse de que la vocación de su hijo tendía de un modo irresistible al cultivo de las letras, profundizándose sobre todo en los diferentes sistemas filosóficos con que ha tiempo busca el hombre un sistema social más firme.


A los 18 años fundó su primer periódico "La Joven Málaga", que se publicó entre la completa indiferencia de sus paisanos. Irritado por este fracaso y movido por la situación en que le colocó el fallecimiento de su padre, tomó la resolución de trasladarse a Madrid, en busca de la fortuna que tan mezquina se le mostraba en Málaga.


Llegó a la Corte en 1845 y gracias a la influencia de un tío suyo, a la sazón Consejero de Estado, consiguió un destino en las oficinas centrales de la Dirección de Ferrocarriles de Madrid a Aranjuez y pudo así costearse los gastos de los primeros años de la carrera de abogado. Al poco tiempo logró darse a conocer como escritor, y al obtener con su pluma recursos para vivir en posición relativamente desahogada y poder terminar su carrera, se lanzó al campo de la política activa, en el que hizo formal aparición en 1849 actuando también con acierto en el periodismo, especialmente en el diario "Novedades", que era favorecido por los escritores progresistas.


En esta época publicó unas obras, entre las cuales citaremos su "Historia de la decadencia de España desde el advenimiento al trono de Felipe III hasta la muerte de Carlos II". Esta obra, en la cual parece que quiso tachar a los reyes de la casa de Austria y de Borbón como enemigos de los adelantos, desmembradores de España, ha sido la base de la fama que como historiador conquistó el ilustre prohombre español.


Preparábanse en España los acontecimientos de 1854, y Cánovas, ya con algún prestigio alcanzado en el periodismo, no permaneció indiferente, antes, por el contrario, intervino en ellos. Una de las causas que aceleraron el movimiento fué la publicación de un periódico clandestino de carácter satírico titulado "El Murciélago". De éste sólo vieron la luz cinco números, mas pocas publicaciones han ejercido en el espíritu público tanta influencia como aquélla: los ataques, que dirigió a algunas personas que no sabían interpretar correctamente el deber que incumbe la administración de la justicia, fueron violentas, no omitiendo exponer la conducta que observaban en la vida privada; denunció agios escandalosos y manejos de mala ley.


Tomó parte activa en esa memorable revolución que estalló en julio de 1854 y que obligaron a la reina Isabel II a conceder nuevas concesiones y derechos al pueblo, y fueron pocas las personas que llamaron tanto la atención como Cánovas del Castillo. Después del triunfo de esta revolución liberal, aceptó Cánovas del Castillo un puesto en el Ministerio de Estado, y fué elegido diputado de las Cortes Constituyentes, época desde la que ha venido casi sin interrupción figurando en todas las legislaturas. En 1855 fué enviado a Roma para entenderse con el papa Pío IX, misión que supo desempeñar tan convenientemente, que al renunciar después de la caída del gabinete de O'Donnell (1856) le rogó el ministro, marqués de Pidal, que permaneciera en su puesto.


En el mismo año 1856, fué nombrado subdirector del Ministerio de Estado y al siguiente (1857) aceptó el gobierno civil en Cádiz. En 1858 obtuvo el cargo de Director General de Administración, en 1860 fué subsecretario del Ministerio de la Gobernación, y en 1864 aceptó esta cartera en un Ministerio de conciliación formado por moderados y unionistas.


La actitud de Isabel II al favorecer abiertamente a los reaccionarios, hizo posible los decretos del 22 de junio 1866, figurando don Antonio entre los desterrados. Al triunfar la revolución que estalló a consecuencia de estos abusos, adoptó una actitud expectante y no admitió los puestos que le eran ofrecidos en el gobierno provisional.


En la célebre sesión del 16 de noviembre 1870 en que fué ofrecido el trono al duque de Aosta, luego Amadeo I, y que tuvo consecuencias tan históricas (véase Don Manuel Ruiz Zorrilla, en LA BALANZA, No 83), votó en blanco.


En congresos sucesivos pronunció luminosos discursos sobre el mal estado de la Hacienda española; sobre el proyecto de Constitución en Puerto Rico, etc. Podía haber ocupado altos puestos en los días que reinó Amadeo, pero fiel a sus ideas moderadas, expuso con franqueza al rey sus opiniones, disolviendo el grupo del que era jefe cuando vió que algunos de sus correligionarios se pusieron al servicio del nuevo soberano.


Siendo partidario de Alfonso XII, preparó las cosas para el momento en que este joven príncipe tuviese la edad conveniente. Cuando el levantamiento de Sagunto fué preso; pero algunas horas después de haber triunfado la restauración comenzó a desarrollar la fase más interesante de su vida política: Constituyó en Madrid un Ministerio, a cuyo frente se puso hasta la llegada de Alfonso XII a España. Sentado éste en el trono, siguió Cánovas al frente del gobierno y reunió una junta de notables para redactar una constitución, que fué aprobada en 1876. Continuó con breve interrupción en la presidencia del Consejo de Ministros hasta febrero de 1881. En este período de su vida política atrajo a la legalidad y a su partido a los carlistas menos fervorosos.


Para prolongar al reinado de Alfonso XII formó el partido conservador-liberal (que no existía en la época de la Restauración) y tomó de las ideas proclamadas en 1868 lo menos que pudo, con lo que calmó a las clases conservadoras, a la vez que con empleos acalló las conciencias de los revolucionarios que se pusieron a sus órdenes.


Consideraba que el militarismo era el principal elemento perturbador, por cuya causa comenzó a coartar su influencia política sin temer sus iras, pero evitó toda posible reacción al asegurarse la adhesión de los más distinguidos generales que reunió al trono.


No perdonó el medio para poner término a la guerra civil. El dinero, los honores, la división de los enemigos, la fuerza, todo fué prodigado, y así pudo lograr la paz tan anhelada.


Con motivo de una cuestión de derecho surgida entre Alemania y España acerca de la posesión de las islas Carolinas (1885), sugirió Cánovas nombrar al papa León XIII como árbitro para decidir la contienda. que había llegado a apasionar muy enconadamente los ánimos de ambos pueblos. El sabio Joaquín Pecci (el "Cuarto Joaquín") cumplió noblemente su misión: después de un detenido estudio de los derechos de ambas naciones, declaró que la soberanía de aquellas islas pertenecía a España, pero que era equitativo que esta nación, a su vez, concediese a Alemania que tiene varias ventajas comerciales en las mismas y el derecho de preferencia en caso de tener que enajenar aquellos territorios.


En el triple carácter de jefe de Gobierno, director de la Academia de la Historia y presidente del Ateneo de Madrid contribuyó Cánovas acertadamente a dar gran importancia a la celebración del IV centenario del descubrimiento de América.


El 25 de marzo de 1895 ocupó nuevamente la presidencia del gobierno, conservando entonces ese cargo hasta el momento de ser muerto. En esta postrer etapa de su vida ocurrió histórica rebelión en Cuba (véase: El 27 de Noviembre de 1897 en LA BALANZA, Nº 70): fracasadas sus gestiones conciliatorias y cediendo a los deseos de la opinión pública, envió al Gral. Weyler con misión de imponer el orden con mano de hierro.


No pudo comprobar la eficacia de las medidas que había dispuesto, pues fué asesinado en Santa Agueda el 8 de agosto de 1897 por un anarquista, siendo sus últimas palabras: "Dios mío! ¡Viva España!"


El gran mérito que debemos reconocer a don Antonio Cánovas del Castillo, es el inmenso dominio que tiene. tenía de sí mismo: no pasó la medida que el progreso podía exigir de esa época, Nadie ha de pensar que con este juicio queremos restar mérito a otros prohombres españoles que luchaban por un cambio más radical, pues todos ellos respondían a necesidades imperantes de resquebrajar los terribles muros del absolutismo y hacer tambalear el castillo de la supremacía. Pero preguntamos: ¿Hubiera la obra de esos luchadores dado los frutos que alcanzaron sin la presencia de un hombre como Cánovas, que supo acallar los enconos de la reacción?




Libro: Biografías de la Revista Balanza

Autor: Joaquín Trincado 

 

 

 

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