5a. Exposición réplica del Sr. Podestá (14)
- EMEDELACU

- 9 nov 2023
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Actualizado: 4 dic 2023

¿Con Lapparent o con Darwin?
Entre los sabios católicos mencioné también a Augusto de Lapparent; y lo hice con satisfacción, ya que se trata de un geólogo de universal reputación científica.
El señor Montemayor no ha querido afectar respecto de él el gesto despectivo con que obsequió al padre Secchi; reconoce en Lapparent a un verdadero sabio y dice: “Es este un geólogo de los más eminentes, un “verdadero gigante de la ciencia”.
Tomen nota los lectores de esa declaración del señor Montemayor. Ya tienen por él mismo el juicio de lo que vale de Lapparent como sabio.
Pero el señor Montemayor, que reconoce los méritos científicos del geólogo francés, pretende demostrar que no era católico, y nos dice, con su elegante y respetuoso lenguaje, que “no mastica paters ni salmos”.
Bastaría, para demostrar la mala fe de semejante pretensión, recordar el párrafo que transcribí en mi anterior artículo, en el cual habla de Lapparent como hombre de ciencia, confesando claramente su fe católica. El señor Montemayor no se da por enterado y así me ha de perdonar que lo repita: “Después de cien años de esfuerzos para “explicarlo todo fuera de nuestras creencias teístas y espiritualistas, y contra ellas, “la ciencia libre de prejuicios, desprendida de todo empirismo y fiel a su método de “tranquila observación, ha llegado a proposiciones cuyo enunciado es casi idéntico al de “nuestros viejos dogmas... No temamos, pues, declararlo en voz bien alta: este fin de “siglo” es bueno para los hombres de creencias, y, sobre todo, “para los católicos”.
Ante esta clara afirmación del sabio, los esfuerzos del señor Montemayor por negar su catolicismo tienen que ser infructuosos. Porque, ¿puede creerse que el señor Montemayor sepa más de las ideas de Lapparent que el mismo Lapparent?
“La ciencia libre de prejuicios, desprendida de todo apriorismo y fiel a su método de tranquila observación, ha llegado a proposiciones cuyo enunciado es idéntico al “de nuestros viejos dogmas”. Así habla de Lapparent, y, o no sabía lo que se decía, o el señor Montemayor no tiene derecho a discutirle una fe tan concreta y paladinamente proclamada.
Pero ¿será acaso esa declaración, la única prueba de su catolicismo? ¿Habrá sido el producto de un instante de flaqueza esa profesión de fe?
No, ciertamente.
De Lapparent, aunque esto le disguste y le irrite al señor Montemayor, de Lapparent sabio, “gigante de la ciencia”, según el juicio esta vez atinadísimo de mi adversario, no sólo fue católico, y católico práctico, sino fué también “apologista”.
En su libro intitulado “Science et Apologétique” (conferencias dadas en el Instituto Católico de París, 1905), Lapparent prueba cómo las conquistas alcanzadas en todas las ramas de la ciencia, conducen invariablemente a las nociones de orden, de armonía inteligentemente establecida, de finalidad, de ideal. Libro de ciencias, está inspirado en el propósito apologético de mostrar cómo la ciencia confirma, en vez de destruir, los principios fundamentales de la religión.
Estableciendo el sabio, en un capítulo de ese libro los derechos del apologista, escribe estos significativos conceptos: “El apologista no sólo tiene que defender las posiciones atacadas: en algunos casos tiene el derecho y aún el deber de tomar resueltamente la ofensiva, e ir a buscar en el terreno en que se sirven de las cosas científicas como de armas contra nuestras creencias”. Pero, en estos casos, puede decirse que no es con la ciencia misma que el apologista tiene que habérselas, sino con sus representantes, o al menos con los que se dicen tales. Exhibir las inexactitudes en que incurren, “señalar las contradicciones, las inconsecuencias, y cuando sea necesario las “incoherencias de sus sistemas, “tal es su derecho incontestable”.
He ahí el sabio y al católico. He ahí al sabio prudente, he ahí al católico apologista. ¡Y el señor Montemayor asevera imprudentemente que “el gigante de la ciencia”, de que hablamos, “no mastica paters ni salmos”!.
He ahí también el juicio altísimo, sereno, pero lapidario, de “los que se sirven de las cosas científicas como de armas contra nuestras creencias”. Y el señor Montemayor no se equivocaría al pensar que de Lapparent le alude cuando habla de los que, “se dicen representantes de la ciencia”...
Pregunta el señor Montemayor con qué criterio he citado yo a de Lapparent. Creo que es el caso de volver la pregunta por pasiva, e inquirir con qué criterio pretende el señor Montemayor incluir entre los suyos al insigne geólogo católico.
El señor Montemayor dice que, según “la Ciencia”, Dios es un fantasma; de Lapparent, en el libro que he citado, habla a cada paso, con respeto profundo, de la Sabiduría de Dios, de su Omnipotencia, de la Sabiduría Ordenadora del Creador.
El señor Montemayor dice que Jesucristo es un mito; y de Lapparent, “gigante de la ciencia”, cree en Él, en su divinidad y en la divinidad de su iglesia.
El señor Montemayor se burla de la Creación; de Lapparent habla de ella siempre con admiración y respeto.
El señor Montemayor no cree en la espiritualidad e inmortalidad del alma humana y tiene a esas cosas como rechazadas por la ciencia; de Lapparent, cree en ellas, y piensa, lo dice en el libro a que me vengo refiriendo, que “la impotencia de la ciencia “para resolver los problemas del alma es manifiesta; y la pretensión que pudieran tener “sus intérpretes, de poner estos problemas en ecuaciones o aún de llevarles alguna luz, “está suficientemente condenada para quien sepa apreciar los resultados obtenidos.
El señor Montemayor afirma que la ciencia ha destruido el dogma católico; de Lapparent, sabio, y no falso y presuntuoso representante de la ciencia, asegura que ocurre lo contrario.
El señor Montemayor tiene a Darwin por representante de la ciencia, y en tal carácter lo opone a Moisés. Darwin afirma el origen animal y simio del hombre; de Lapparent rechaza tal hipótesis y se pregunta cómo se atreven los que la sostienen a hablar después de “solidaridad”. Y como esto viene muy a propósito para un anarquista, transcribiré de la misma obra del sabio geólogo el siguiente párrafo:
“¡Qué abnegación la de pronunciar tal palabra (solidaridad), respecto de un conjunto de “seres a quienes no se quiere distinguir en ningún grado de los de la serie animal, “cuando, es ésta, una ciencia deliberadamente cerrada a toda noción sobrenatural, se “esfuerza por mostrarnos dondequiera en actividad la concurrencia vital, la lucha por la “existencia”, el despiadado aniquilamiento de los débiles por los fuertes!”
¿Con qué criterio, repito, se apropia el señor Montemayor a de Lapparent?
¿Con Darwin o con Lapparent, señor Montemayor?
* * *
¡No mastica paters ni salmos!
El señor Montemayor debe convencerse de que no resuelve nada con frases de mal gusto. ¿Qué diría de ese lenguaje procaz el sabio geólogo? Para de Lapparent, los Salmos, como todos los libros de la Sagrada Escritura, son muy dignos de veneración; y el padrenuestro, como para todo católico, la más excelente de las plegarias.
Y para terminar sobre la fe de este “gigante de la ciencia”, transcribiré aquí las palabras con que pone fin al libro que he venido citando.
Dice así: “Tales son los motivos de nuestra “obediencia razonable”. Séanos permitido “colocarlos bajo la égida de los grandes hombres de la ciencia, recordando que aquellos “que más la han honrado, los Kepler, los Pascal, los Newton, Los Ampére, los Chauchy, “los Hermite, los Pasteur, no entendieron jamás de que de sus descubrimientos pudiera “resultar mengua ninguna para las convicciones profundas de que se sentían animados. “Cuanto más se extendían sus conocimientos, tanto más se sentían invadidos por un “doble sentimiento: por una parte, una admiración llena de gratitud por la belleza de la “obra cuyos detalles se les revelaban; por la otra, una “modestia creciente”, motivada “por la muy evidente desproporción entre el saber ya adquirido, y la inmensidad de los “problemas que cada nuevo descubrimiento hace inevitablemente surgir”.
Así habla de Lapparent: y ante este lenguaje, ni el señor Montemayor ni nadie, puede negarle la fe católica, apostólica y romana, que nutrió siempre, a través de sus estudios y hasta en la cumbre de su fama científica.
¡Así era el gigante de la ciencia!
Y cuando yo, en mi anterior artículo, traía una cita de este sabio, a propósito de la cuestión de la edad de la tierra y de los resultados positivos a que ha llegado al respecto la geología, lo hacía con toda oportunidad, pues mi propósito era evidenciar esa prudencia característica del verdadero sabio, y señalar el contraste entre esa actitud parsimoniosa y el desenfado pueril con que el señor Montemayor ofrece, a nombre de la ciencia, teorías, hipótesis, cálculos arbitrarios.
En efecto: el señor Montemayor había escrito enfáticamente que “la ciencia “establece” que el hombre existe desde casi un millón de años”. Y entonces, para demostrar lo antojadizo de tal aseveración, invoqué la altísima autoridad de Lapparent, quien, después de señalar las dificultades con que tropieza el geólogo para establecer en cifras la antigüedad del hombre, dice, con una frase que parece aludir directamente a la ligereza del señor Montemayor que “todos esos cálculos” que distribuyen “generosamente” centenares y millares de siglos entre las diversas “fases de la época cuaternaria, están desprovistos de base “rigurosamente histórica.
Quiere decir que, mientras un sabio geólogo, un “gigante de la ciencia”, confiesa que ésta no puede todavía decir nada de positivo sobre tal problema, y que “lo “prudente es esperar del porvenir” el señor Montemayor, que no es sabio, ni gigante, ni enano de la ciencia, afirma dogmáticamente que la ciencia “establece”...
La cita era, pues, y es, perfectamente oportuna; y no sé qué tenga que ver con ella la antigüedad de la aparición de la vida sobre la tierra. Dice a este respecto el señor Montemayor que de Lapparent, encontraba baja la cifra de veinte millones de años que la asignaba Dana. Yo no he negado esto; y por lo demás, ya le he dicho antes de ahora que tales cálculos en nada se oponen a ningún dogma católico. ¡Y vamos! ¿No le parece al señor Montemayor que sabría estas cosas de Lapparent, católico y apologista?
* * *
¡No mastica paters ni salmos, de Lapparent! Claro, hombre; ¡ni los engulle!
Pero queda establecido, de la manera más clara que puede exigirse, que de Lapparent, no por mero atavismo, ni por un interés mezquino, sino con plena conciencia y por “graves motivos”, como él mismo dice, y con espíritu militante, poseía una fe robusta. Era un “gigante de la ciencia”, y un defensor del catolicismo. No puede arrebatársele ninguno de estos títulos sin incurrir en error o hacerse culpable de falsedad.
Divide el señor Montemayor su última exposición en dos partes; en la primera trata de refutar mi anterior artículo, y en la segunda, conforme a la promesa que había formulado, acomete, ya veremos con qué seriedad y eficacia, la formidable empresa de probar la inexistencia de Dios.
Voy a considerarlas en el mismo orden.
* * *
Pero antes, no puedo menos de decir algunas palabras sobre la actitud teatral que asume el señor Montemayor al comenzar su artículo. Adopta, en efecto, el tono de hombre superior; se queja de lo que llama mis “impertinencias” para las cuales afecta un gesto desdeñoso. Hombre de ciencia (ya le conocen los lectores), claro es que no había de inclinarse a recoger esas miserias. A él le basta con los argumentos… científicos... e históricos. Me ha de permitir el señor Montemayor, ante esa actitud que procura ser sublime y no pasa de ser grotesca, una respetuosa sonrisa…
Comprendo que al señor Montemayor le hayan molestado ciertas verdades; y es también explicable que le hayan desagradado algunos adjetivos (por lo demás perfectamente bien empleados, según el diccionario de la lengua), que me ví obligado a aplicarle. Pero las verdades son las verdades, y no era lícito callarlas por evitarle el disgusto al señor Montemayor; y en cuanto a los adjetivos, todas las veces que los he empleado, he dicho antes los motivos, los hechos, las razones que justificaban su empleo.
No voy a insistir sobre este punto, por consideración a los lectores. Pero, a fin de dejar bien establecido que no es el señor Montemayor el autorizado para reclamar de las incorrecciones de lenguaje, citaré algunas expresiones tomadas al azar de su última exposición, y que no son ciertamente lunares o rarezas en su literatura, sino antes bien, constituyen su nota característica.
Refiérese, por ejemplo, la de Lapparent, cuya fe tiene la audaz pretensión de negar, y dice él que “no mastica paters ni salmos”. Ya ven los lectores la delicadeza de este lenguaje, y sobre todo, lo respetuoso que resulta para un católico. En otro lugar encontramos estas gentiles palabras: “Los católicos papan hostias cuando engullen los versículos de la Biblia. Realmente en boca de un “hombre superior”, de un “científico”, tales expresiones resultan un tanto disonantes. Y, sobre todo, escritas a renglón seguido de los preceptos, a que ya hice referencia de olímpico desprecio para toda palabra inconveniente, no se puede negar que cobran el aspecto de una risueña contradicción. Por mi parte, no haré sino repetir lo que ya tengo dicho más de una vez: ese es el estilo corriente y natural del señor Montemayor, y... “el estilo es el hombre”.
El padre Secchi, materialista
“Católico, ninguno, menos tal vez... el padre Secchi”. Tal afirmó el señor Montemayor, comentando la nutrida lista de sabios católicos por mí presentada, en la cual figuran los nombres más ilustres en las ciencias modernas. Y más adelante, el señor Montemayor hacía una mueca de desdén para el gran sabio jesuita: “Hasta que se trate de un padre Secchi, pase..:” Al señor Montemayor el nombre de Secchi, no lograba inspirarle otra cosa que esa frase despectiva, que para su mal estampó.
En mi anterior artículo, hice ligeras referencias a los insignes méritos del gran astrónomo jesuita. Y entonces el señor Montemayor, no pudiendo ya insistir en su actitud burlona, acude a un recurso tan indigno como ineficaz. No niega ya la gloria de Secchi, pero se empeña infructuosamente en probar que la gloria de Secchi no es gloria católica, porque Secchi (y aquí viene el inverosímil descubrimiento del señor Montemayor), Secchi, “tonsurado”, sacerdote ejemplar, jesuita, adictísimo a la Santa Sede y objeto de paternales predilecciones de parte de Pío IX, Secchi, a pesar de todas estas cosas, fue... ¿qué creéis? Pues... “materialista”!
Allá, en Dios sabe qué secreto desván de su maravillosa biblioteca, de “hombre de ciencia” y de gran erudito, el señor Montemayor ha encontrado este dato inédito sobre Secchi, que provocará la sorpresa de todos los admiradores del sabio jesuita, y que seguramente provocaría la indignada protesta de éste, si, vuelto por un instante a la vida, llegara hasta él, el ultraje.
Veremos a su tiempo, cuál es el mérito de las razones, (de alguna manera es preciso llamar a eso que el señor Montemayor da como razones) en que pretende fundar esta nueva fábula de un Secchi materialista y piadoso, ateo y sacerdote de Cristo. Mientras tanto, quede constancia de este hecho, singularmente sugestivo: el señor Montemayor juzgó antes a Secchi con una frase despectiva; ahora le llama “célebre astrónomo”, “eminente sabio”, “luminaria de la ciencia”. Antes admitió sin dificultad que fuera católico: “Hasta que se trate de un padre Secchi, pase”; ahora lo niega, y anuncia su estupendo descubrimiento del materialismo del sabio jesuita... Recalco las contradicciones, porque demuestran acabadamente la falta de seriedad y de lealtad con que combate mi adversario.
Bastaría, para destruir la fábula traída por el señor Montemayor, recordar que el sabio astrónomo era un jesuita, muy adicto a su gloriosa Compañía y muy estrechamente vinculado a la Santa Sede. Bastaría recordar la amistad y la protección que le dispensó Pío IX, el papa del Syllabus, por quien fue llamado para dirigir el Observatorio Pontificio. Tan burda es la fábula, que parece innecesario detenerse mayormente en su examen. Sin embargo, no será inútil traer algunos datos ilustrativos para comprobar mejor su falsedad.
Es harto sabido que Pío IX aparece a manera de un espantajo a los ojos de los “hombres de ciencia” (a estilo del señor Montemayor), por su Syllabus, y por los anatemas del Concilio Vaticano, reunido durante su pontificado: anatemas que ya invocó el señor Montemayor con el pobre resultado que saben los lectores, para probar que la Iglesia es enemiga de la Ciencia. Pues bien: sería en verdad un hecho extraño, para cuya explicación no bastaría toda la ciencia del señor Montemayor, el que en un papa tan intransigente, tan retrógrado, tan obscurantista, como lo pintan los charlatanes del anticlericalismo, tan celoso guardián, estimulara en su labor científica, y honrara de todas maneras, a un sabio materialista enemigo como tal de las doctrinas de la Iglesia y del Pontificado que las encarna. ¡Pío IX, convertido en Mecenas de la ciencia materialista! ¡Qué cosas tan extraordinarias tiene el señor Montemayor!
Reivindicar a Secchi para la ciencia materialista, es hoy, una empresa audaz, insensata, imposible. No lo fuera, sin embargo, si el padre Secchi, menos fiel a sus convicciones y sentimientos netamente católicos y menos afecto al pontificado y a la Compañía de Jesús, de lo que se mostró, hubiera cedido, en horas amargas de persecución, a los halagos y tentaciones del masonismo italiano, que pretendió comprar su gloria para arrebatarla a la Compañía de Jesús y a la Iglesia católica. Recordemos un poco de historia, ya que a ello nos estimula el señor Montemayor.
Cuando en 1870, Roma fue arrebatada al pontífice, se dictó muy luego una ley sobre las corporaciones religiosas, en cuya virtud, los padres jesuítas hubieron de abandonar el Colegio Romano, donde residía y trabajaba el ilustre Secchi; el cual se vió así en el penoso trance de tener que abandonar su observatorio, su “nido”, como él lo llamaba, y al que había hecho famoso, dando gloria a su patria y a la ciencia universal. La carta que reproduciré enseguida, instruirá, con las propias palabras del astrónomo, sobre sus cuitas, y sobre sus sentimientos de amor y fidelidad hacia el Santo Padre y su congregación, en aquella hora de adversidad.
Sólo el temor a la grita universal que habría de levantar el atropello que hubiera significado la expulsión de Secchi, evitó esta vergüenza. En cambio, la impiedad tentó con lisonjas al austero sacerdote; y cuando le veía abatido por el temor de deber abandonar su observatorio, y agobiado por necesidades materiales, llegó a ofrecerle rentas y honores, y hasta la dignidad de senador, con la promesa de eximirle del juramento, a fin de allanarle más el camino hacia la defección. Pero el sabio “materialista” se resistió; y de sus íntimos sentimientos en tan difíciles circunstancias, queda el reflejo fiel en la carta a que he hecho referencia y cuyos párrafos salientes transcribo a continuación:
“Roma, abril 16 de 1873. Muy querido amigo: Estoy perfectamente enterado de su triste situación, y mi pena es tanto mayor cuanto que no sólo me es imposible ayudarle pecuniariamente, sino que tampoco puedo interceder por usted para procurarle alguna ayuda. Usted ignora quizá la persecución atroz de que son víctimas los que, por mantenerse fieles, no digo sólo a la conciencia, sino a la gratitud y a la lealtad, no han querido cooperar con el nuevo gobierno. Yo soy uno de ellos. Al principio me ofrecieron grandes honores y rentas, pero esto para desvincularme de mi corporación y de la sagrada persona del Santo Padre que ha sido siempre mi protector. Yo no podía aceptar tales favores con semejantes condiciones: y, aunque me hubiesen dispensado el juramento, unirme a ellos era una afrenta tan grande para el Santo Padre que no quise de ninguna manera mezclarme con los recién llegados. Así, fui privado de todo, hasta del honorario, que constituía una especie de pensión vitalicia, que percibía como miembro de la Academia de Filosofía de la Universidad. Ahora, para llevar adelante el Observatorio, me veo obligado a pedir limosna al Santo Padre, ya que los jesuitas, en trance ellos también de ser expoliados y expulsados, no están dispuestos a costear otros gastos, necesarios en el Observatorio, fuera de los de mi sustento. Nuestra suerte es ahora más incierta que nunca, y antes de fin de año, quizá tendré que buscar un asilo lejos de este lugar, al cual, sin embargo, tanto me he empeñado en honrar… Bástele a usted saber que mientras las Academias extranjeras me honran con sus títulos, la Academia Romana (Regia) del Lincei me ha excluido de su seno. Vea usted, cuán feroz es el odio de esta gente... Recomiéndeme usted a Dios, que es el Padre de todas las consolaciones, para que concluya pronto esta persecución contra la iglesia y contra todos los ciudadanos honestos por parte de un gobierno impío e inepto al mismo tiempo, capaz tan sólo, de atormentar a sus súbditos con los impuestos y con el abandono de sus intereses. Con sincero afecto créame su aff.: P. A. Secchi”.
Y a propósito de esta generosa conducta del padre Secchi, es oportuno referirse a la explicación que el señor Montemayor aventura, del hecho o fenómeno, como él lo llama, de que sabios como el padre Secchi, a pesar de sus convicciones materialistas, dice él, continúen en la vida sacerdotal. Es la explicación más innoble y más ruin que puede imaginarse, y consiste en atribuir tal “fenómeno” a una razón de carácter económico: “la riqueza y la renta del sacerdocio”...
He aquí, según el señor Montemayor, a un Secchi hipócrita, que hizo de toda su vida una mentira, que fingió, por interés, una fe que no sentía, y vistió una sotana que sus convicciones tenían que hacerle despreciable.
Para hacer de Secchi un materialista, pues, el señor Montemayor ha tenido, por fuerza de lógica, que cavar en una picota, toda la dignidad, toda la honradez del gran sabio, y ha debido forjar, con imprudencia, la figura de un Secchi farsante, vergüenza, y no gloria, de la ciencia.
Pero felizmente para la dignidad humana , para la iglesia y para la ciencia, Sechi no fué de esa pequeñez moral vergonzosa; y precisamente, lo que queda referido más arriba, nos muestra en el gran sabio jesuíta a un gran carácter, que supo preferir el sacrificio que para él debía ser el más grande de los sacrificios, el abandono, tal vez, de su bella carrera científica, antes de aceptar dádivas y honores al precio de su conciencia.
¡Así respeta el señor Montemayor a un hombre de ciencia!
Pero, ¿en qué se funda el señor Montemayor para calificar a Secchi de materialista?
Oigámosle: “Este astrónomo (Secchi, no nos canta las letanías ni los salmos; no nos ofrece ñoños sermones, ni la explicación del misterio de María. Como sacerdote, piensa que no hay oficio mejor que el del cura para hacer vida beata; y como sabio, se burla de los cuentos funambulescos de Moisés y de todas las verdades reveladas por la Sagrada Escritura.” (Ya advertirán los lectores que tal lenguaje no es precisamente el de un hombre de ciencia, sino más bien el de un mal autor de manifiestos). ¡Secchi se burla de los “cuentos” de Moisés y de las verdades de la Sagrada Escritura! ¿Dónde? ¿Se compromete el señor Montemayor a probar su aseveración? ¿Quiere citarme algún pasaje de las obras de Secchi, en que éste se burle de las Sagradas Escrituras? ¿Podrá demostrarme el señor Montemayor que un sabio de la talla científica y moral del gran jesuita, se haya confundido con la turba de los pseudo-sabios que hacen escarnio de los Sagrados Libros?
“Es en sus obras, continúa el señor Montemayor, un materialista de la mejor estofa”. Sostiene heroicamente la teoría de Laplace”. Aquí está la llave de la bóveda: Secchi es materialista por haber aceptado la teoría cosmogónica de Laplace. Pero ¿qué entenderá el señor Montemayor por materialista? ¡Es como cuando se empeñaba en demostrar que las leyes de la gravitación, descubiertas por el cristianísimo Newton, conducían a la negación de Dios y de la Creación!
Ya trataré más al detalle esta cuestión de las hipótesis cosmogónicas, y de lo que ellas tengan que ver con el materialismo, cuando me refiera al ilustre astrónomo Faye, a quien el señor Montemayor, no sé con qué títulos, pretende, con temeridad, discutirle sus méritos científicos. Tendré entonces oportunidad de ocuparme nuevamente de Secchi y de su inesperado y recién descubierto materialismo.
Mientras tanto, debo llamar la atención de los lectores, sobre la fuerza de convicción que encierra el argumento que quiere sacar el señor Montemayor del hecho de que Secchi, en sus obras sobre materias astronómicas, “no nos cante las letanías, ni los salmos; ni nos ofrezca ñoños sermones, ni la explicación del misterio de María”.
Cuando el astrónomo escruta el cielo, efectúa un descubrimiento, inventa o perfecciona un instrumento de trabajo científico, cuando calcula, cuando escribe un libro de astronomía, no habla de la Trinidad, ni de la Encarnación. ¡Caso clavado de materialismo! Es la lógica que gastan estos “hombres de ciencia”. Recuerda aquel clásico silogismo: En el cielo aparecen nubarrones; luego, la burra tiene sabañones.
Y para terminar, por ahora, sobre el “materialismo” de Secchi, reproduciré algunos conceptos por él expresados en una conferencia científica, sobre el estado de los estudios astronómicos, que dió en el Colegio Romano.
Decía Secchi: “Ante la inmensidad de la creación, el hombre “parece desaparecer como “un átomo ante lo infinito”. Es un error. “Su “espíritu”, por el solo hecho de ser capaz de “comprender tales “maravillas, es ya más grande, más vasto, que el sujeto que “abarca”. “Este sólo acto de su inteligencia, nos muestra que su naturaleza es harto más sublime “que la materia”. Del mismo “modo cómo, en medio de una numerosa muchedumbre, cada “individuo conserva su personalidad dentro de esa multitud, en la cual se “encuentra como sumergido, así el hombre no deja de ser el objeto de los cuidados” de “su Creador porque habite un “pequeño globo, perdido en los espacios en medio de “varios “millones de globos semejantes”. Materialismo puro, como se vé. Sólo que es un materialismo un poco extravagante…
Hervé Faye.
Dice el señor Montemayor que si Secchi es una verdadera “luminaria de la ciencia”, no se puede decir lo mismo de Hervé Faye, “cuyo más grande mérito consiste en haber “tenido la “presunción de demoler la teoría de Laplace, en una memoria “presentada a “la Academia de Ciencias que provocó en el mundo científico una inmensa carcajada...”
Haré notar, desde luego, que mientras el señor Montemayor expresa sobre el astrónomo francés un juicio tan denigrante, Secchi, a quien él mismo reconoce como “luminaria de la ciencia”, lo cita a menudo en su obra “El Sol”, invocándolo como autoridad astronómica y considerando sus opiniones, unas veces para adoptarlas, otras para objetarlas, siempre empero con respeto. Por donde se ve la diferencia que media entre el juicio de un sabio, y el juicio de... otro cualquiera.
Moreaux, astrónomo contemporáneo, director del Observatorio de Bourges, escribe sobre nuestro sabio: “En 1842, Faye era “nombrado astrónomo en el Observatorio de París. Las previsiones de Arago, que lo había iniciado en la carrera astronómica, no resultaron fallidas”. Un año más tarde, Faye descubría un cometa periódico, que “inscribió en el cielo un nombre desde entonces ilustre”... Su obra científica, ha abrazado “las cuestiones más diversas”. Como astrónomo, fue uno de los primeros en utilizar la “fotografía” y la electricidad en la observación de los astros. Al mismo tiempo abordaba “los más interesantes problemas de actualidad”: “naturaleza de los cometas” y de las “estrellas fugaces”, constitución física del sol y, en fin, el problema cosmogónico, que le “interesaba por encima de todo”.
¿A qué traer otros testimonios? No necesita Hervé Faye del certificado de valimento científico que le niega con ridícula pedantería el señor Montemayor. Su fama científica no depende de juicios malévolos y pequeños: está consagrada por sus propios méritos y por el juicio de sabios de universal reputación.
¿Qué Faye combatió la hipótesis cosmogónica de Laplace y formuló otra en su reemplazo? Es exacto. Pero esto, ¿es acaso, como pretende el señor Montemayor, ir contra la ciencia?
Tiene el señor Montemayor un gusto anticuado y reniega de la evolución intelectual. ¿Por qué tanto cariño con el sistema de Laplace, posible tan sólo en sus líneas generales, según testimonio de Darwin? ¿Cree, acaso, que en el siglo que nos separa de Laplace, no han evolucionado hacia la realidad las hipótesis cosmogónicas?
Faye presentó objeciones a la hipótesis del ilustre astrónomo francés desde el punto de vista exclusivamente científico, y fundado en observaciones posteriores a su autor. En la hipótesis de Laplace, por ejemplo, los planetas giraban en sentido directo alrededor del sol, y los satélites giraban siempre en ese mismo sentido. La experiencia no había constatado hasta entonces ningún hecho que contradijera tal suposición. Más tarde, los astrónomos estudiaron el movimiento de los satélites de Urano y constataron que no se producía en el sentido directo, sino en el inverso. Más tarde todavía fue descubierto Neptuno, y observando el movimiento de sus satélites se comprobó que tampoco en este caso se realizaba la previsión de Laplace.
Faye emprendió entonces una revisión de la hipótesis de Laplace. Demostró que la nebulosa primitiva debía ser fría, y que la materia de que estaba constituída debía hallarse muy rarificada; y trató también de dar una solución a las dificultades que el sistema de Laplace era incapaz de resolver.
La hipótesis de Faye, dice Moreaux, “que marcaba un progreso enorme” sobre las precedentes, no vivió, sin embargo, mucho tiempo. Muchas particularidades quedaban en ella sin explicación, y el porvenir reservaba a sus profecías la misma suerte que a las de Laplace”.
¿Qué hay en todo lo expuesto de censurable para Faye? ¿Qué, sobre todo, de contrario a la ciencia? ¿O la hipótesis de Laplace debía permanecer intacta aunque la observación demostrara su insuficiencia y sus errores? ¿Y quién la admite hoy íntegramente?
Pero el señor Montemayor se ríe de Faye, porque tuvo, dice, “la presunción de demoler la teoría de Laplace”; y refiriéndose a la memoria en que daba cuenta a la Academia de Ciencias de París de sus investigaciones sobre el problema cosmogónico, la califica de “librillo a favor de la religión contra la ciencia”, y afirma “que provocó en el mundo científico una inmensa carcajada”. ¡Es de veras envidiable el desparpajo de este... hombre de ciencia! El padre Secchi, dice, es un materialista y todos los argumentos en que apoya la calumnia solamente le convencen a él. Se ríe de Faye, y cree que todo el mundo científico ríe con él. ¡Ilusiones! ¡Tal vez se riera de él, si pudiera prestarle alguna atención!.
La circunstancia, invocada por el señor Montemayor, de que Wolf haya encontrado lagunas en la teoría de Faye, no prueba nada contra su importancia científica. Se trata, en efecto, de un problema dificilísimo, torneo de preciosas inteligencias. Y no es de maravillar que Faye no haya logrado, como no lo había logrado Laplace, decirnos, a su respecto la última palabra. Sólo el señor Montemayor, claro está, posee la clave del enigma del universo, y pontifica…
Aquello, pues, de la “carcajada” es una expresión poco feliz del señor Montemayor, que no sirve sino para demostrar el concepto que se ha formado de las controversias científicas. Mide a los sabios con la vara de su propio temperamento, creyendo que, como él, resuelven las más graves cuestiones con un chiste, un párrafo de relumbrón, “una carcajada”...
Es privilegio de los verdaderos hombres de ciencia, el respeto, la prudencia, la modestia. Así, por ejemplo, el mismo Faye, al combatir la teoría de Laplace, rinde al gran astrónomo el homenaje de su admiración, y dice de su obra que “siempre quedará como una de las más altas manifestaciones del espíritu humano”. Tal es la actitud de los sabios cuando combaten una teoría. La actitud del señor Montemayor es la “carcajada”. No me maravilla…
Diré ahora algo sobre la interpretación falsísima que da el señor Montemayor de un párrafo que toma de la obra de Faye ya citada, y del cual presenta una traducción lamentable.
Dice Faye: “En materia de cosmogonía, es difícil no chocar con sentimientos eminentemente respetables. Por más que yo diga que la cosmogonía de Laplace, una de aquellas cuya crítica voy a hacer y que me esforzaré por reemplazar, es aceptada por teólogos instruidos, y que era, no hace mucho tiempo aún, expuesta por los jesuitas en el Colegio Romano, no por eso se encontrará menos extraño que la ciencia moderna haga retroceder la intervención divina hasta los últimos límites, hasta el caos, y que no se la invoque sino cuando no puede hacerse de otra manera. Tal es, en efecto, el espíritu de la ciencia; diría aún: tales son su razón de ser y su derecho. Corresponde al filósofo demostrar cómo esta tendencia científica se concilia con la “noción superior de la Providencia”.
Refiérese el sabio, como se ve, al prejuicio corriente, con el cual había de chocar su propia hipótesis, como había chocado antes la de Laplace “a pesar de ser aceptada por los teólogos y de haber sido enseñada por los jesuitas”; y previene así su teoría contra injustificados recelos. No cree que el explicar por las causas segundas los fenómenos de la naturaleza implique la negación de Dios. Todo lo cual no hace sino subscribir aquella magnífica sentencia de S. Tomás de Aquino: “Mayor gloria es crear causas que producir efectos”.
Falsa es, por consiguiente, la interpretación que de esos conceptos del sabio católico nos brinda el señor Montemayor: y falsísima la afirmación de que Faye, en la obra citada, “despedaza una lanza contra Secchi y otros tonsurados que llevan en triunfo la cosmogonía de Laplace...” Todo lo contrario. Presenta como prueba de que tal hipótesis no se opone a la creencia en Dios el hecho de que la aceptaban los teólogos y la enseñaban los jesuitas.
Véase sino el texto transcripto. Habrá que suponer que el señor Montemayor no ha entendido el pensamiento de Faye, so pena de admitir que lo ha falseado deliberadamente.
No es, pues, contra Secchi ni contra otro tonsurado alguno que despedaza una lanza el sabio católico, sino más bien contra los charlatanes que con audacia solamente comparable a su ignorancia van proclamando que “no hay ningún sabio católico”.
La abjuración de Buffon
Había afirmado el señor Montemayor que Buffon, por algunas de sus ideas expresadas en su “Teoría de la Tierra”, había sido “arrastrado”, en 1784, delante de la Sorbona”, y obligado a abjurarlas lo que hizo para “no ser torturado y quemado vivo”.
Hice notar, para poner de manifiesto la competencia histórica con que el señor Montemayor se lanza a hacer acusaciones contra la iglesia, que mal podía hablarse de temor a las hogueras de la inquisición en Francia, en 1794, bajo el imperio de la Convención, época en que estaba de moda la guillotina.
Ahora el señor Montemayor me dice que, desaparecido el equívoco del tiempo, queda subsistente el hecho. Y no es verdad. El equívoco del tiempo lo hice resaltar para dar una prueba de la ligereza con que mi adversario procede; pero me hacía cargo al mismo tiempo del hecho en sí mismo, y he demostrado, con documentos, que es falso, de toda falsedad, que Buffon fuera “arrastrado delante de la Sorbona”, ni hecho víctima de vejación alguna. No hubo más que un simple carteo entre la facultad de teología de París y el sabio, que demuestra claramente el respeto con que fué tratado Buffon y la espontaneidad con que éste ofreció aclarar su pensamiento, en forma que no quedara duda alguna sobre su intención. Pero el señor Montemayor no se da por enterado de esto, e insiste en hablar de hogueras y torturas. Es lo mismo que cuando sostuvo que Copérnico demoró la publicación de su libro por temor a las llamas, cuando él mismo nos dice que el motivo consistía en las vacilaciones de su espíritu, que estaba lejos de poseer una confianza completa en la verdad de su sistema. Pero, para engañador de muchedumbres, el tema de las hogueras es siempre muy fértil y eficaz.
Es imposible, dada la extensión que va adquiriendo esta réplica, considerar detenidamente lo que el señor Montemayor nos dice, con ridícula aparatosidad científica de las ideas de Buffon. Básteme decir que, mientras según el señor Montemayor, Buffon rechaza la idea de creación, de principio y “fin del Universo, de orden preestablecido de finalidad”, el mismo Buffon escribe esta admirable página citada por Guizot: “La naturaleza es el sistema de leyes establecido por el Creador... Las verdades de la naturaleza debían ir apareciendo a la vista del hombre en el transcurso del tiempo y el Soberano Ser, se las reservaba, como el medio más seguro de recordar al mismo. Su existencia, cuando su fe, declinando en la sucesión de los siglos, se hubiere vuelto vacilante, cuando, alejado de su origen, pudiese olvidarle, cuando por fin, demasiado acostumbrado al espectáculo de la naturaleza, ya no le admirara y acabara por desconocer a su Autor. Era necesario afirmar de tiempo en tiempo, y hasta agrandar la idea de Dios en el espíritu y en el corazón del hombre: Pues bien, cada descubrimiento produce ese gran efecto, y cada paso de avance, en el conocimiento de las leyes de la naturaleza, nos acerca al Creador. Una verdad nueva es una especie de milagro: el efecto es el mismo y aquélla sólo difiere del verdadero milagro en que éste es como el trueno con que Dios impresiona súbitamente y en rarísimas circunstancias, mientras que se sirve del hombre para descubrir y mostrarnos las maravillas de que ha llenado el seno de la naturaleza, y como estas maravillas se manifiestan a cada momento y están expuestas a todos los tiempos a la contemplación del hombre, Dios le llama sin ser a Sí, no sólo con el espectáculo actual, sino también con el desenvolvimiento sucesivo de sus obras”.
¿El señor Montemayor cree que Buffon es de los suyos? ¡Acepte entonces los conceptos contenidos en esta página admirable del sabio “materialista”!
Claudio Bernard y la fuerza vital
Tampoco puedo hablar extensamente de Bernard y de sus doctrinas. Ni podré considerar detenidamente, ni lo merece la cosa, desde luego, toda esa literatura citada por el señor Montemayor, a propósito de una vida “universal”, y de la “conciencia de las piedras”, y del “panpsiquismo”, cosas todas que a estas horas no han llegado todavía a la mesa de entradas del positivismo científico.
“Pertenecen tales fantasías, dice un distinguido profesor, a ese estado patológico del saber humano, en que cansado de marcar el paso frente al gran enigma, arroja el manojito, de conocimientos reales y como testimonio del gran potencial encerrado en sus neuronas marcha a la conquista de cualquier cosa, hasta de lo absurdo, girando con la arrogancia del molino que no levanta agua”.
Pura literatura, en efecto, con pretensiones de ciencia, con gran acopio de nombres que deslumbran por lo desconocidos, y con cosas graciosísimas sobre las penas de las piedras y los efectos maravillosos de un golpe de martillo asentado sobre una barra de hierro.
Fantasías, nada más que fantasías, en abierta pugna con el tan decantado positivismo científico. Hablemos de Claudio Bernard…
Insiste el señor Montemayor en que este eminente fisiólogo fué materialista y en que él es “quién desalojó al vitalismo de sus últimos reductos”. Voy a reproducir, sencillamente, algunos conceptos sintéticos de Claudio Bernard, invitando a mi adversario a que diga cuál es el sentido que debe atribuírseles, supuesto el materialismo del sabio.
Y desde luego, los conceptos que reproduje en mi anterior artículo.
Dice Claudio Bernard: “La fuerza vital” dirige fenómenos que no produce; los agentes físicos producen fenómenos “que no dirigen”.
Yo espero que el señor Montemayor, iluminado de “la Ciencia”, me explique de qué habla Bernard cuando menciona la “fuerza vital”. Porque, si como él lo pretende, Bernard era materialista, o físico-químico, me parece que tal frase carece de sentido.
Y como esa otras. Así, la siguiente: “Creemos equivocadamente que ciencia conduce a admitir que la materia engendra los fenómenos que sus propiedades manifiestan; y, sin embargo, nos repugna instintivamente el creer que la materia pueda tener la propiedad de pensar y sentir. Y el sabio rechaza, dice el doctor Ozanam, de quien tomo la cita, “las explicaciones que conducirían a un materialismo vacío de sentido”.
Y aún esta otra, más expresiva si cabe: “La ciencia demuestra que ni la materia bruta, ni la materia organizada no engendran los fenómenos, sino que sirven “únicamente” para manifestarlos, por sus propiedades en condiciones determinadas: repugna el “admitir “que un fenómeno de movimiento cualquiera, ya sea producido en una máquina viva, no sea explicable mecánicamente. Pero, por otra parte, la materia, cualquiera que sea, está siempre por sí misma, desprovista de espontaneidad y no engendra nada”. No hace sino expresar por sus propiedades, “la idea del que ha hecho la máquina que funciona”, de tal manera que la materia organizada del cerebro que manifiesta fenómenos de sensibilidad y de inteligencia, propia del ser viviente, no tiene más conciencia del pensamiento y de los fenómenos que manifiesta, que la que “tiene la materia bruta de una máquina inerte, un reloj, por ejemplo, de los movimientos que manifiesta o de la hora que indica… Decir que el cerebro secreta el pensamiento, equivaldría decir “que el reloj secreta la hora o la idea del tiempo”.
Yo no puedo entender estas cosas dentro del materialismo que el señor Moantemayor atribuye antojadizamente al gran filósofo, y espero de su claro talento la aclaración necesaria…
Por lo demás, si ahora debo restringirme a esta breve referencia a una cuestión tan interesante, por los motivos que dejo expresados, no tengo inconveniente en invitar al señor Montemayor a que, localizando esta controversia en un punto determinado, elijamos para ello, éste, tan seductor y tan desesperante para el materialismo.
¡El silencio es oro!
El señor Montemayor no ha contestado a una cantidad de cosas que le tengo observadas, que tiene por sistema poner oídos de mercader a las cuestiones más fundamentales que le propongo, que no ha dicho hasta ahora una sola palabra, por ejemplo, sobre aquel problema que planteó Du-Bois Reymond sobre la hipótesis de la coeternidad de la materia y del movimiento, el señor Montemayor que había exclamado: “ningún sabio católico”; y a quien he dejado totalmente desmentido con clarísimos, irrefutables, intergiversables testimonios de los más eminentes sabios modernos, el señor Montemayor, digo, quiere cubrir su derrota enrostrándome que no me haya ocupado de tres o cuatro sabios que di como católicos y de los cuales no he reproducido ninguna profesión de fe. Y dice, seguro de poner una pica en Flandes: ¡El silencio es oro!
De Bichat y de Barthez, cuyas doctrinas no es el momento de considerar, baste decir que pertenecen a Montepellier, cuya facultad es aún presentemente famosa por la ortodoxia de sus ilustres profesores, entre los cuales figura Grasset, a quien agrego, de paso, entre los sabios netamente católicos, y de cuyas teorías el señor Montemayor podría enterarse para saber cuál es el moderno movimiento de las ciencias de la vida.
Ciertamente, el señor Montemayor podría aducir de alguno de esos nombres, doctrinas o teorías no conformes a las de la iglesia; pero eso no significa que no profesaran el credo católico, y menos que lo rechazaran como absurdo. Pero al hacer bandera de esas aparentes contradicciones, el señor Montemayor confiesa su derrota, pues busca con ella cubrir el sentido inequívoco de los testimonios por mí aducidos. Ni podía sucederle de otra manera, cuando se ha propuesto demostrar cosa tan absurda con la inexistencia de los sabios católicos.
Digo, pues, con el señor Montemayor, que el silencio, verdaderamente, es oro. Y si no, veamos.
¿Qué dice mi adversario de Moreaux, de, de Vico, de Ferrari, de Hauy?
¡El silencio es oro!
¿Qué dice de Urbano Le Verrier, y de su purísima fe católica, de su piedad?
¡El silencio es oro!
¿Qué dice de Volta, que daba gracias a Dios por haberle hecho nacer en el seno de la iglesia? ¿Qué dice del gran físico que “no se avergonzaba del evangelio”? ¿Qué dice de Ampére y de su ardiente fe?
¡El silencio es oro! ¡Ya lo creo!
¿Qué podría decir el señor Montemayor del gran Pasteur, el sabio más esclarecido del siglo pasado, y, sin disputa, el que más servicios ha prestado a la humanidad? ¿Qué podría decir para negar su fe, o para convencernos de que no era sabio? ¿Cómo podría acusarle de poseer una fe “atávica”, frente a sus declaraciones? ¿Cómo podría decir que era católico “por interés”? ¿Cómo podría probar el señor Montemayor, autor de manifiestos ridículos y bombásticos, que el gran Pasteur era católico “por los restos de misticismo que la ciencia “no ha conseguido todavía destruir”? ¿Cómo podría hacernos creer que no hay sabios católicos?.
Al señor Montemayor le ha valido mejor callarse, y hablar de las hogueras de la inquisición, y de las penas de las piedras, y del golpe de martillo que produce cosas tan asombrosas…
¿Qué podría decir de Dumas y de su fe católica íntegra?
¿Y qué podría decir de Brandly, de Biot, de Galvani, de Grasset, de Roentgen, el descubridor de los rayos X, profesor de la Universidad Católica de Wurtzburgo?
Al señor Monteamayor le ha valido mejor callarse; le ha valido traer cartas de Voltaire, el cínico maestro de la mentira.
¡Y el silencio es oro!
¿Qué podría decir de Cauchy, el eminente matemático, cuya profesión franca de fe católica reproduce? ¿Qué podría decir el señor Montemayor, él que asegura en nombre de la Ciencia que Dios es un fantasma, y Jesucristo un mito, de aquellas hermosas palabras del sabio ilustre: “Soy cristiano, esto es, creo en la Divinidad de Jesucristo...”?
Si, el silencio, es oro purísimo.
EXISTENCIA DE DIOS
Voltaire no se hubiera convencido…
No, no se hubiera convencido el clásico maestro, de la impiedad, de que Dios no existe, después de oír al señor Montemayor. No se hubiera convencido, porque tenía talento, y toda la falsa argumentación y la verbosidad insubstancial del señor Montemayor, le habría parecido, como en realidad son, de una indigencia desoladora.
Y ¿cómo había de convencerse Voltaire por la argumentación de mi adversario, que se inicia por esta infelicísima afirmación: “Dios es el carbón que hace hervir la olla del cura: una pura invención comercial”? ¿Cómo no había de despreciar, no ya por la impía, sino por lo torpe, una argumentación tan incoherente, tan contradictoria, que, en seguida de estampar esa recia sentencia, vuelve a atribuir la idea de Dios a la superstición de los pueblos primitivos, cual si esta explicación no desmintiera y echara por tierra la primera?
Realmente, no se requiere el talento de Voltaire para sentirse un poco fastidiado al de sus primeras cuatro líneas se pone en pugna, no digo con la ciencia, sino con el más elemental buen sentido.
¿En qué quedamos, ilustre “científico”? ¿Es la idea de Dios una invención comercial, o un efecto natural de la superstición primitiva? ¿Tiene razón “la Ciencia” cuando afirma lo segundo, o la tiene ese señor Simón cuando asegura lo primero?
No digo que una explicación valga más que la otra. La de “olla del cura” tal vez añade un poco de ruindad a su falsedad filosófica e histórica. Pero desde que son contradictorias, es necesario decidirse por una, por la que más guste...
Y no dudo que en la disyuntiva, el señor Montemayor se decidirá siempre por la de la “olla”. ¡Si parece hecha a la medida de su temperamento... científico!
Una excursión entre ollas y marmitas.
El señor Montemayor nos ofrece una muestra de su sorprendente verborragia, de su admirable pero inútil arte de escribir con derroche de imaginación y de retórica, largas disquisiciones, para no decir nada substancial. Escribe, en efecto, abundantemente, para expresar esta genial idea: Dios no existe por que no se le ve, ni se le palpa. El señor Montemayor agota su fantasía para repetir tan mezquino concepto en todas las formas imaginables. Acude a una multitud de comparaciones que no revelan agudeza, como lo comprobará el lector, por algunos ejemplos que mencionaré.
Dice el señor Montemayor que Dios no existe sencillamente por que él no lo ve, ni la palpa, ni la encuentra si le busca, ni le puede medir, ni pesar, ni le tiene en sus bolsillos, ni le descubre en el telescopio, ni con el microscopio, ni da con él en ninguna parte. Va a su cocina, y no le halla entre sus ollas y marmitas. Acude a su alcoba y tampoco está allí; se ha escapado. Y dice un sin fin de pamplinas semejantes, del mismo contenido y... de parecida gracia.
Para saber si fulano tiene depósitos de dinero en el banco, arguye el señor Montemayor, se va a dicho banco y se comprueba si tales depósitos existen efectivamente. Para saber si Dios existe, el señor Montemayor procede de igual manera. Quedo yo encantado del procedimiento, y lo adopto para mis investigaciones. Y lo aplicaré enseguida. Quiero saber, para resolver una duda muy grave que me preocupa, si el señor Montemayor tiene o no inteligencia. Tomo su cráneo, lo abro, examino su cerebro, busco en él la inteligencia, no la encuentro, y yo salgo de mi duda y digo: el señor Montemayor no es un animal racional, carece de inteligencia.
¡Como que no lo pude ver, ni medir, ni pesar!
Quiero saber todavía si el señor Montemayor tiene honor, lealtad, sinceridad, amor a la ciencia, al estudio, al arte, generosidad, entusiasmo, abnegación, coraje: busco estas cosas en todos los desquicios de su cuerpo, y las busco en vano. Luego... ¡concluyo que el señor Montemayor carece de ellas!.
Y no es que yo compare la inteligencia, ni los sentimientos de lealtad, generosidad, gratitud, honradez, honor, con Dios. Digo sólo que la aplicación del método insensato y absurdo del señor Montemayor, nos conduce ineludiblemente a tales consecuencias ilegítimas.
¿Cómo gastar más palabras para refutar tanta vaciedad? ¿Y cómo no asombrarse de que el señor Montemayor crea haber demostrado así la inexistencia de Dios contra el sentir Universal y contra las afirmaciones de los más esclarecidos ingenios, de los genios más gloriosos?
Dejemos, pues, tales “pruebas”, y busquemos en lo poco que queda del artículo del señor Motemayor, si hay algo de más enjundia.
“Dios es espíritu, nos dicen los curas”, añade el señor Montemayor. Pero, ¿qué es el espíritu?, pregunta. Y contesta: “Misterio... Esta misma concepción del espíritu es absurda”.
¿Lo ven los lectores? Ya está despachado el asunto. El espíritu no puede ser, según el señor Montemayor, sino materia, aunque “inmensamente sutilizada”, o la nada... Si es materia, no es espíritu; si es la nada, no existe. Y así, sin mucho cavilar, dogmáticamente, apriorísticamente, burlándose de todos los genios que en nuestra misma época creen en el espíritu y discurren acerca de él, mi contrincante concluye que la concepción del espíritu es un absurdo, y por ende la idea de Dios también lo es…
¡Vaya un temperamento científico! No hay problema que no se empequeñezca delante del señor Montemayor, ni aún aquellos que queman las cejas de las más poderosas mentalidades que han honrado y honran a la humanidad.
¿La concepción del espíritu es un absurdo? ¿Quién lo dice, señor Montemayor? ¿La ciencia, los sabios? ¿O usted, con sus materialistas? ¡Explíquese!
Dios y la idea de la eternidad
Y vamos al último argumento del señor Montemayor, que presenta menos visos de informalidad, pero que no es menos falaz que los otros.
Se reduce a lo siguiente: Admito, dice, que todo lo existente debe haber sido creado, hay que preguntarse, supuesta la existencia de Dios, quién ha creado a Dios. Y añade que si la eternidad de la materia es una concepción obscura y difícil, mucho más lo es la eternidad de Dios, a quien a diferencia de la materia, no se ve, ni se palpa, y de cuya misma existencia no se tiene ninguna certeza.
Este argumento es sencillamente un círculo vicioso, una petición de principio, porque al aplicar a Dios, Creador, el mismo criterio que se aplica a las cosas creadas, se niega su existencia. El señor Montemayor, pues, para probar la existencia de Dios, se coloca “a priori” en el terreno del ateísmo.
En efecto; la concepción de Dios implica la noción del Ser increado, que tiene en sí mismo la razón de su existencia; que no es contingente, como los demás seres creados por Él, sino necesario; que no es criatura, sino Creador y autor de las leyes que rigen las cosas creadas. Es la causa primera, que no puede rechazarse sin obligar a la razón a perderse en pos de una sucesión infinita de causas segundas, sin llegar nunca a una que no dependa de otra anterior, o sin negar el principio de causalidad, lo cual equivaldría a negar la ciencia y aún la posibilidad misma de la ciencia.
Si tratándose de la existencia de un Ser sobrenatural, el señor Montemayor comienza por aplicar a ese Ser las leyes del orden natural, toma como dato del problema lo que precisamente constituye la solución que se busca, y entonces es claro que toda su argumentación se reduce a una tautología.
Pero, preguntará el señor Montemayor, ¿con qué fundamento se admite que Dios es eterno y por consiguiente increado?
Es una necesidad de nuestra propia razón lo que nos conduce a ello. Y tan es así, que los mismos ateos, para llenar esa necesidad ineludible, tienen que acudir al recurso de atribuir la eternidad a la materia. La ciencia es absolutamente impotente para revelarnos el origen primero de las cosas, pero reclama una causa primera; y los que, por no admitir a Dios, huyen de esta exigencia, van a parar a una hipótesis que importa un misterio, cuál es la idea de “eternidad” de la materia, esto es, dentro del orden natural.
¿Cree el señor Montemayor que no hay diferencia entre la noción de un Ser Sobrenatural, eterno, absolutamente necesario, y la noción de la materia eterna e increada? ¿Cree que no hay más lógica en admitir la primera? La eternidad, como noción del orden “natural”, debía ser explicable, comprensible por la razón, y no una idea incomprensible, esto es, misteriosa. En cambio, los creyentes, si admiten la “eternidad” es en el ser Sobrenatural, en el Creador, Autor y Legislador de todo el Universo; y es claro que aunque tengan la certeza de la existencia de ese orden sobrenatural, y puedan concebirlo, no comprenden las cosas que le conciernen como comprenden las del orden natural, porque nuestra inteligencia es limitada y no llega hasta allí. Un ilustre filósofo lo ha explicado admirablemente: “Es de la naturaleza de lo infinito, que yo, que soy finito y limitado, no pueda comprenderlo”. Y si no, pruebe el señor Montemayor explicarnos el sentido de ese concepto que tanto gusta de repetir y que admite y da como cosa averiguada por la ciencia: “eternidad de la materia”.
Y Pascal ha escrito este pensamiento sublime: “El más alto grado de la razón es comprender que hay cosas que no puede “comprender; es bien débil la razón si no llega hasta ahí”.
La ciencia no prueba, por otra parte, ni puede probar la inexistencia del orden sobrenatural; antes bien, nos conduce a admitirlo por su misma incapacidad para explicar la esencia y el origen de las cosas. En cambio, rechaza por absurda e insostenible esa hipótesis de la eternidad de la materia que el señor Montemayor quiere hacernos recibir como verdad científica. Pero, sobre esto volveré en seguida.
Antes quiero considerar otro aspecto de la misma cuestión. El señor Montemayor recuerda la comparación de que con frecuencia se sirven los católicos y todos los que creen en la existencia de Dios, para probarla. Es aquella del reloj, cuya existencia supone la del relojero.
No sé si el señor Montemayor que habla de la falta de lógica de ese razonamiento, sabrá que el mismo Voltaire lo hacía. El señor Montemayor, discípulo del famoso impío, debía conocer aquellos versos de su maestro, que dicen:
Que cette horloge marche et n’ait point d’horloger.
Pour ma part, plus j’y pense et moins je puis songer.
Pero a ese razonamiento, el señor Montemayor, opone una objeción que le parece aplastadora: “El relojero, dice, el mecánico, el “arquitecto, “no crean”, sino que fabrican, componen, construyen con “los materiales que ya existen a su disposición... ¿Y cómo podrá Dios “construir el Universo sin material ninguno?”
Mi contrincante no ha aprendido, o no ha querido aprender el sentido de esa comparación que llama absurda e infantil, contra la opinión de su maestro, como ya se ha visto. No se dice que el acto de crear, que es atributo de Dios, sea de la misma naturaleza que el del artista que fabrica o construye, sino que, así como el reloj, del ejemplo, revela una inteligencia que ha ordenado las piezas de que está construído, con arreglo a un plan y a una finalidad, así el Universo, cuyo orden admirable va descubriendo cada día más la ciencia a medida que adelanta en sus conquistas, revela, reclama, la existencia de una inteligencia proporcionada a esa obra maravillosa, que ha ordenado las cosas, respondiendo a un plan sapientísimo y buscando una finalidad en su concierto. Este es el sentido inequívoco y exactísimo de esa comparación clásica, y que permanecerá siempre como la fórmula sencilla y clara de una verdad profunda e inconmovible. Todavía esta vez el señor Montemayor se muestra inferior a su maestro. Y es que Voltaire tenía talento…
Ahora, lo que el señor Montemayor dice, que Dios no pudo crear las cosas sacándolas de la nada, es una reincidencia en el error que ya señalé. Si se afirma que Dios no podía “crear”, ya se le niega, porque la idea de Dios desaparece si no se admite su omnipotencia. Pero entonces, no se invoque este argumento para probar la inexistencia de Dios, porque es vicioso partir de la tesis, a la cual se quiere llegar, y así es muy fácil demostrar cualquier cosa.
Admitimos la Creación precisamente como un hecho que nuestra razón no puede comprender en su esencia: la admitimos, cabalmente, porque comprendemos que hay, como dice Pascal, cosas superiores a nuestra razón. Y repito que los que la niegan se colocan en una ridícula contradicción cuando huyendo de lo sobrenatural, porque su razón no lo comprende, transportan lo misterioso, lo incomprensible a lo que debía ser el dominio de la razón: el orden natural.
¿Qué es más lógico, más razonable: admitir el misterio “admitiendo” lo sobrenatural, o admitir el misterio “negando” lo sobrenatural?
* * *
Vuelvo a la coeternidad de la materia y el movimiento. Y no para extenderme en disquisiciones a este respecto, sino para presentar a los lectores, una síntesis de las objeciones que la “ciencia positiva” opone a tales hipótesis. Yo espero que si el señor Montemayor tiene algo que contestar a estos argumentos tan fundamentales para nuestra cuestión, lo diga en su próxima: siempre será ello más interesante, más serio, que hablarnos de sus indagaciones entre las ollas y marmitas de su cocina, en busca de Dios.
Los físicos admiten todos, dice Moreaux, que la materia está dotada de inercia, esto es, que es indiferente al estado de reposo y al de movimiento: un grupo no puede cambiar por sí mismo de estado; no puede tampoco por sí mismo, añadir más movimiento al que posee. Sin este principio, todos nuestros cálculos de mecánica resultarían imposibles. Admitir que al principio una molécula haya podido ponerse por sí misma en movimiento, es ir contra los principios mejor establecidos de la mecánica y de la física; es admitir implícitamente que las moléculas actuales puedan hacer otro tanto, lo que es “experimentalmente” falso y absurdo. Los siglos, se dice, han podido realizar poco a poco este milagro: ¡otro absurdo!. Acumulad millones de siglos, no estaréis con ello más adelantados: el tiempo no puede nada en el asunto. No hará jamás pasar una molécula del estado de reposo al de movimiento, “porque el tiempo no es nunca un factor de energía”. Se ha pretendido también que el movimiento existe desde la eternidad. Pero sabemos, por otra parte, con certeza, que la energía mecánica utilizable disminuye sin cesar, y esta es, precisamente, la razón por la cual el Universo tiende hacia un estado final donde toda la energía se “habrá degradado”, como se dice en mecánica, es decir, que llegará un momento en el cual toda esta energía utilizable estará empleada; si, pues, esta energía durase desde una infinidad de tiempo, el mundo habría llegado ya a ese estado final, lo que no ha ocurrido, evidentemente. No se puede escapar, pues, a esta conclusión: “que el movimiento constante en el mundo actual, ha comenzado, necesariamente”. “La marcha, en un momento dado, en el origen de los tiempos, ha recibido el movimiento de un ser exterior a ella, que se ha dado; negar esta proposición es, quieras que no, ponerse en desacierto con los principios mejor establecidos de la ciencia moderna”.
Y estas dificultades, que hoy expongo citando a Moreaux, sacerdote y astrónomo ilustre, pero que he expuesto hace ya tiempo citando a un sabio materialista, Du-Bois Reymond, son las que el señor Montemayor debe resolverse a afrontar, cosa que hasta ahora, ha eludido sistemáticamente.
La ciencia, pues, concluyo con todo respeto, no niega a Dios, antes bien lo reclama como Ser necesario: pero, en cambio, rechaza las hipótesis absurdas con que el ateísmo, quiere llenar el vacío que la negación de Dios deja en la razón humana.
Los sabios, pobres de espíritu
Así los llama el señor Montemayor. No calumnio. Oigámosle: “Esta es la gran prueba, la demostración irrefutable, aplastadora, solemne, de que Dios no existe”, sino como un “espantapájaros en la mente enfermiza de los pobres de espíritu”.
Como suena: Dios, ¡es un espantapájaros para los pobres de espíritu!
Newton, el genial descubridor de las leyes de la gravitación universal, es, pues, según el señor Montemayor, una mente enfermiza, un pobre de espíritu! Kepler, Herchell, Faye, Le Verrier, Faraday, Volta, Ampére, Cuvier, Chevreul, Dumas, Pasteur, todas mentes enfermizas, ¡todos pobres de espíritu!
Cauchy, Pascal, Lavoisier, Lesseps, Copérnico, Descartes, Cusa, von Baer, Mendel, van Beneden, ¡todas mentes enfermizas, todos pobres de espíritu! Miguel Angel, Da Vinci, Rafael, Murillo, todas mentes enfermizas, ¡todos pobres de espíritu!.
Rousseau, Voltaire, Mirabeau, Julio Simón, ¡todos, todos pobres de espíritu!
Cervantes y el Dante, Colón y Magallanes, Lacordaire y Bossuet, todos, literatos, conquistadores, astrónomos, físicos, pintores ilustres, oradores, inventores, biólogos, creyentes en Dios, que adoraron su Nombre Adorable, y cantaron Su Gloria, ¡todos son pobres de espíritu, todas son mentes enfermizas!.
Lo mismo Gutenberg que el gran Linneo, Manning el cardenal como Napoleón el conquistador, Grasset, el primer alienista contemporáneo como Santo Tomás, el Angel de las Escuelas, todos, de todos los tiempos, de todos los credos, de todos los pueblos, sólo son mentes enfermizas, ¡pobres de espíritu!
¡Basta! ¡Basta de pobres de espíritu! ¡Vengan pues, los fuertes, vengan los sanos de mente!
Ya viene la falange. ¡El señor Montemayor a la vanguardia!...
¡No, verdaderamente, Voltaire no se hubiera convencido!
J. B. PODESTA.
Mis Observaciones
A la última viniste... te contemplo con piedad... porque así lo mereciste, ya que nada has dicho más.
Sí, nada ha dicho, absolutamente nada; vive miles de siglos atrás el señor Podestá, comparado el progreso de su espíritu.
¿Habrá sido un caso telepático o telegráfico? Porque es el caso que, todo y más allá de todo, lo que tuviera que contestar o juzgar en su exposición más larga que la órbita terrestre para no decir nada, ya lo hice en mi juicio acerbo a la última exposición del señor Montemayor.
Y es que, la razón libre de todo prejuicio sólo tiene un tópico: La verdad; y como ésta es desnuda, no oculta entre sus ropas, ni misterios, ni embrollos, ni conjeturas, ni modos de pensar, ni de ver, porque la verdad no tiene más que una actitud y una posición y siempre se encuentra lo mismo y no dice más que una sola cosa; la verdad.
Sólo he de fijarme en este juicio en el final de su exposición sobre su réplica desgraciada, sobre el “ralo” argumento del señor Montemayor, sobre la inexistencia de Dios, advirtiéndole que hubo un paso, un retardo, que me puso sobre aviso, de que usted fue intervenido por la censura de sus... superiores y no me equivoco; porque en esa parte se ven bien marcadas varias mentes, que si bien todas son amorfas, demuestran una de estas dos cosas: que son completamente ignorantes sobre la idea del creador, o que están fuera de la Ley de Libertad que el creador dió a sus hijos los espíritus, para entrañar hasta lo que les sea posible en su Padre Creador, que no tiene cielos para premio, ni infierno para castigo.
En el primer caso, demuestran que usurpan el derecho Divino que se atribuyen, por en cuanto al creador daría esos derechos Divinos de representación, a quienes pudieran defenderlo por conocimiento y sentimiento del representado; y no creo que tengan defensa para probar que lo conocen los católicos, desde que no lo han demostrado.
En el segundo caso, no tienen derecho al respecto de nadie, desde que por voluntad propia esclavizan su voluntad y acción a un dogma que la razón rechaza y anula y en este concepto, todo cuerpo sano huye del católico, estimándolo peligroso para la santa Libertad dada sin restricción a todo ser, por el creador su Padre.
II
El Padre Secchi, como hombre de ciencia, no es religioso como está sentado en mis juicios anteriores para todo hombre de ciencias vista hábitos, sotana, levita, como si va en cueros; y como jesuíta, no es, no puede ser católico ni cristiano, sin faltar al principio constitucional de la Compañía de Jesús; por lo que, si los jesuítas aseguran ser cristianos o católicos, la Compañía de Jesús no existe: y no siendo jesuítas los que bajo ese nombre conocemos, han apostatado, han anulado su razón de ser y no son nada, porque, repito: “Los jesuítas, conforme a sus constituciones, reglas y doctrina secreta o interna, no pueden ser más que jesuítas”... y vea usted cómo son las cosas; hoy 26 de Noviembre (que por especiales circunstancias tengo que recordar) son 33 años, que en un colegio de la Compañía de Jesús, el Padre Federico Cervós, maestro de Novicios, lo que quiere decir, que no es un jesuíta de nombre sino un jesuíta: en esta fecha, sostuvo para enseñar a los novicios, esa... jurisprudencia, que no admite que el Padre Secchi, ni ningún jesuíta sea cristiano ni católico, sino jesuíta, si quiere ser algo: y no siendo jesuíta, no será nada.
Ya ve el señor Podestá, que él no sabe nada: y yo que no soy católico, ni cristiano, ni anarquista, ni de religión ninguna, puedo ser, por conocimientos, general de la Compañía de Jesús: y le aseguro que cumpliría muy pronto el final del secreto de la fundación y se alegraría Iñigo y... Jesús.
III
¿A qué argumentar de Lapparent o Lamparilla, ni de Faye, ni facha, ni de todos los fachas y lamparillas, que vuelve a traer a la arena? Cada uno es un destello de la luz toda: cada uno es un grano de arena, del infinito edificio de la Sabiduría del Creador Universal Padre Común, que no “hace cuanto quiere” sino todo lo que debe: que no tiene privilegios, ni hace gracias, ni perdona, porque eso sería injusticia y parcialidad: pero que vive en todo lo que tiene vida y lo tiene todo lo que no se opone a la vida y no está en las religiones porque no son cosa: y lo que no es cosa, no es de la ley del creador. Ya dije lo que es religión en su verdad y será en vano que se quiera sostener otra cosa, hoy que la ciencia y la razón examinan las cosas con un cristal sin color y sin prismar.
El mismo credo católico hace fé de lo que sostengo: y aún el 90% de los católicos lo confirman con su fé perdida, porque ya no quieren fé de ciegos, sino la fé del apóstol Tomás, que quería tocar y ver para creer: y diré más, digo que el mismo Podestá nos engaña con su catolicismo, puesto que se ha salido totalmente del dogma católico para litigar con un ateo: y por añadidura, se defiende, mejor dicho, ofende con las armas de la ciencia, a las que como hombre tiene derecho; pero como religioso y como católico, no.
Más aún hay un principio jurídico comercial, que le va a probar que no puede haber ningún sabio católico y será mi último auto, para entrar en el punto especial de esta exposición, sobre la existencia de Dios, tratada tan desastrosamente, por todo un representante de Dios.
Ese principio Jurídico Comercial, nos dice que, “Cualquiera que trafica, compra, vende, permuta, alquila, es comerciante”. “Cualquiera que en nombre de otro, trafique, compre, enajene, permute aún sin poder expreso, pero consentido sabiéndolo el representado, es poderdante y está bajo la ley de comercio”.
No hablemos de las penas codificadas, porque no es del caso, ni es este un juicio ejecutivo sino doctrinal y las penas son morales y algo más pesadas que las corporales y pecuniarias, que el código de los hombres señala; pero que aquí el poderdante ciencia estafado, puede llamar a juicio político-civil y comercial y hacerse pagar por los malversadores y estafadores de la ciencia y del trabajo; de cuyo juicio se desprendería de inmediato, una causa criminal con todas las agravantes de engaño, cohecho, abuso de autoridad, usurpación de derechos, intriga, calumnia, extorsión y por todo y en todo, falsedad.
Y bien; la religión católica como tal, si es religión de las almas, si los enemigos del alma como ella declara, son el mundo y la carne (dejemos al demonio que no existe, aunque existan frailes, curas y monjas), resulta que esa religión no es del mundo, no es de los hombres ni de las mujeres que son de carne: y aquí se cruza en el camino, este terrible dilema, cuyo desenlace es el más cruel puñal que debe matar a uno de los dos protagonistas: a la religión con sus almas y su Dios, o al mundo y la carne sus enemigas; y repito, que descartamos al demonio porque “te contemplo con piedad”.
Sentamos pues que, siendo el mundo mundo, solamente por el hombre (porque un mundo sin hombres no es un mundo, sino el embrión de un mundo) y el hombre vive por su alma, la que quiere salvar la religión, resulta, que para salvarla de su enemigo el cuerpo, la carne, es preciso separarla del cuerpo y por lo tanto la muerte del cuerpo es necesaria: esto, a todas luces, es un asesinato: pero debe ser así religiosamente, católicamente, porque San Pedro Arbués, mataba en la inquisición “para sacarlos de los sufrimientos de esta perra vida y mandar las almas al descanso” y el mismo principio debieron tener San Simón Stoc, Pedro el Ermitaño, Torquemada y tantos piadosos inquisidores y la gran hornada de Papas, como Hildebrando, Borgia y todos hasta las Papisas, sin hablar de lo posterior al tiempo inquisitorial y de lo presente porque “te contemplo con piedad”.
Más se recrudece, se engrosa, se agrava el dilema cuando se dice que, “el mundo y el hombre es de Dios: que las almas son de Dios” y, sus enemigos son el mundo y la carne.
Si Dios ha creado el mundo y para ser mundo, necesario es que haya hombres y lo hombres no pueden ser, sin alma, resulta; que o no es el mundo y la carne enemigo del alma, o el alma no es de Dios, o Dios no ha creado las almas, ni los hombre ni el mundo, o la religión católica miente y no tiene encomendado la salvación de las almas: y por lo tanto, esa religión, ni sus ministros, no son, ni tienen el derecho divino que se atribuyen. ¿Por qué lado quieren romper el dilema? ¡Cuánto es necesario rodear y hacer, para mantener una mentira! ¡Qué cúmulo infinito de crímenes encierra y qué páginas horripilantes ha tenido que recibir la historia que avergüenza a toda la familia humana!
Por donde quiera que rompáis el dilema, os encontraréis con lo irracional y con un crimen de Lesa Deidad y la acusación de la razón será vuestro azote.
Volvamos al principio jurídico. No puede negar la Iglesia católica, que ha comerciado con el mundo, con la carne, con el demonio, con las almas, con Dios y cobró y cobra por su ministerio. No puede negar la Iglesia católica, que dice y sostiene haber recibido del “Hijo de Dios hecho hombre” reconocido según ellos en Jesús y por lo tanto, debe haber documentos escritos que hagan fe; pero que en el examen, no podemos aceptar por tales documentos los evangelios, porque los cuatro se contradicen y porque fueron presentados, más de tres siglos más tarde de la muerte de Jesús y no fueron sólo esos cuatro los que se presentaron, sino más de cincuenta: lo que prueba no ser verídico ninguno y además, sabemos históricamente, que esas leyendas doctrinarias (con más o menos variantes), ya existían en Egipto, Mesopotamia, Arabia, Persia, Siria, Grecia y hasta en Europa, 17 siglos antes de Jesús: por lo que, esos documentos no hacen fe de nada, referente a los derechos divinos de una Iglesia, nacida 300 años después de la muerte de Jesús: y sobre todo, Pedro (como observa bien el obispo Strossmayer en las mismas barbas del soberbio Pío IX), Pedro, el cabezota Pedro, si hubiera recibido encargo de Jesús, el habría fundado la Iglesia (y no fundó más que pleitos y discusiones) y habría hecho mención en todos sus escritos y nada mencionó: lo que prueba que no recibió tal encargo de Jesús y menos como hijo de Dios, que no lo era más que en la ley general, por la que hasta Luzbel, es hijo del creador. Añadamos a esto que, por causa de haber negado Pedro a Jesús, si de él hubiera recibido encargo, lo había renunciado en su negativa.
Pablo, el fanático Pablo (perdonable por su estado exaltado como Podestá poco más o menos), Pablo mentiría cuando por las discusiones que le lleva Pedro, se vió precisado a declarar en una de sus espístolas “Que reconocía como jefe del apostolado, a Santiago el hermano del Señor”, lo que nos atestigua, que la tal fundación de la Iglesia por Jesús, no es verdad. Y aunque Jesús no era persona divina, nos lo asegura su mismo hermano (Santiago Apóstol de España al que confiesa Pablo), cuando en su carta universal, (verdadero documento de sabiduría, justicia y libertad, que no es religioso y menos católico porque el catolicismo no había nacido) allí Santiago dice: “No tengáis acepción de personas, aunque ésta sea Jesús” y, baste esto para matar el derecho divino de la religión y quedar desmentido, que tampoco le fué encomendada la salvación de las almas; por lo que, todo lo hecho por esa religión a ese respecto, es una estafa a la humanidad, hecha en nombre de Dios, al que ha falsificado con extorsión y abuso de estado, ya que Dios no tiene persona; lo que es obrar con refinamiento y malicia: en suma, que Dios no concedió tales derechos, ni consintió tales representaciones, ni dió tales poderes; porque si del creador emanara todo lo que ha hecho y pretendido la religión cristiana, todo hubiera tenido comprobantes y el mundo no habría protestado y los hombres todos en cuanto pueden pensar, protestaron y protestan y se les sometió sólo por el terror, el hambre y la muerte; lo que quiere decir, que la tal religión, es una sociedad especulativa, política, plutócrata y de terror, con los adicionales de estafa y falsificación.
Desde el principio, los hombres protestaron contra ella, como lo confirma la persecución y deshecho del Pueblo Israelita; más tarde las cruzadas, después todas las guerras religiosas y por fin, las hogueras y las mazmorras religiosas de la Inquisición: hoy, sostiene esa protesta la ciencia y la razón, que no consiente a la apócrifa Iglesia más sus fechorías y la somete a juicio responsable.
IV
“Existencia de Dios”
Hasta aquí hemos llegado y también nos encontramos defraudados; lo anterior, es lo que corresponde a 98 puntos de los 100 que marqué a la controversia, los que pertenecen al progreso, a la ciencia y la razón; al derecho civil, al estado de los hombres, a la cultura, a la instrucción, a la paz de los pueblos, al trabajo productivo, a la sociedad en fin, emanada de la civilización, del derecho a la vida, del libre pensamiento y del libre examen, en todo lo cual se presenta la verdad práctica de la existencia del creador y la vida y acción del espíritu demostrada en obras, que es la verdadera fe; cuyos 98 puntos son perdidos por la religión, que sólo admite, exige e impone, la fe ciega[1], contraria a todo progreso material y espiritual, por lo que han correspondido a la ciencia y no a los hombres de la ciencia individualmente como así también no pierden esos puntos los hombres individualmente de la religión, porque en esta controversia y en este juicio, frío y desinteresado, no han litigado “los hombres efecto”, sino “las causas” de esos efectos, “la ciencia y la religión”.
Si los argumentos usados por el señor Montemayor no encuadran a la magnitud del argumento y por lo tanto no prueban ni aun sistemáticamente que el creador no existe, tampoco los traídos e invocados por el señor Podestá prueban la existencia del creador por la convicción de tales argumentos, que no lograron nunca ni lograr pueden ser principios. Quedamos en la misma situación en cuanto al creador, pero no en cuanto a la ciencia y la religión; pues mientras la ciencia va en camino del descubrimiento de la verdad, del creador, con principios científicos, la religión envuelve esos principios y los desfigura hasta no encontrarlos y no conocerlos los mismos religiosos, más que con los sofismas y dogmas que hubo de poner e imponer por el terror y la ignorancia.
El señor Podestá, acude a la muletilla de lo sobrenatural; y si hay cosas y algo sobrehumano, eso no autoriza, ni dice que haya nada sobrenatural.
El creador es de su naturaleza y no es sobre su naturaleza, ni está sobre la naturaleza que compone todo su ser, sino dentro de la naturaleza por y para la cual vive.
El creador se concibe en todo, por la vida de todo; y es absurdo marcar para su estancia un cielo más absurdo, si se concreta a un punto determinado; pero si ese punto es todo el Universo, el Universo todo es la Naturaleza. Entonces, todo ello es el famoso y fantástico cielo. ¿Dónde estaría pues, el infierno?
Al creador; hay que demostrarlo en obras y no en sofismas, argucias y dogmas: y aquel que más obras hace, obras de vida, obras de formas, obras de progreso que adelante al hombre en conocimientos naturales, científicos y espirituales, ese es el que más demuestra al creador, aunque en las palabras lo niegue, porque las palabras no son nada, ni aun las ofensas ni amenazas de palabra las toma en cuenta el código penal, sino hieren la dignidad del individuo; pero es porque entonces, las palabras se convierten en hechos por la calumnia o la intriga que encierran y son un obstáculo a la libre vida y al desarrollo privativo del hombre.
Si los teólogos y los llamados ministros de Dios, hubieran tenido este principio racional no habría escrito y dogmatizado tantas negruras, calumnias e infamias como han consagrado y hecho no respetar, sino temer, con las denigrantes excomuniones, al que no le daba la gana de creer en el Dios irracional que los católicos quieren que sea el creador y del examen, resulta, que es el destructor, por lo cual lo niegan todos los que buscan al creador y lo desmienten con sus obras y hechos, los católicos, más que nadie.
Los anticuados argumentos que emplea el señor Podestá, para afirmar la existencia de Dios, a fuer de pueriles y grotescos, demuestran que los católicos modernos no han adelantado un punto más que lo que dijeran los primeros fanáticos teólogos: y ningún fánatico puede tener razón.
Dice Podestá, que Montemayor no ha convencido a nadie: pero ha hecho infinitamente más que Podestá, que ha llevado el hielo a los más católicos observadores y se han desmayado, viendo, que no pueden demostrar tanto siquiera, como el materialismo, e infinitamente menos que la ciencia racional, que va con paso de gigante hacia la sabiduría, en la que únicamente se concibe al Creador, en el hombre, dentro del hombre, como recopilación del Universo.
Si los católicos se conocieran así mismos, conocerían al Creador; pero no serían católicos, porque el catolicismo está reñido con la sabiduría. Es antagónico el sabio y el católico. Por eso se puede sentar en firme que, “para ser santo católico, se precisa ser ignorante y fanático”: y extiéndase el aserto, a todas las demás religiones.
Los anarquistas, en los 98 puntos ganados negando a Dios con las palabras, han confesado al Creador con las obras y los hechos; pues los hechos y las obras, son los que mantienen y agrandan la Creación.
Los católicos, confesando a Dios y llamándose sus ministros, niegan al Creador con los hechos y las obras, porque no hacen obras de vida, obras que aumenten el progreso y por ende la creación, y me fundo y evoco lo escrito por el hermano de Jesús, Santiago: “Tú crees en Dios; haces bien: pero también los demonios creen y tiemblan”. “¿Tú dices que tienes fe? Muéstrame tu fe, por tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras”. Esos versículos valen algo más, infinitamente más que toda la verborragia del fanático Pablo, que no vió ni conoció a Jesús. Pero es que Santiago va mucho más adelante que su hermano Jesús y escribe claro, conciso y sin réplica. ¿Por qué será? ¿No empequeñece a su hermano? Lejos de empequeñecerlo, lo agranda, lo completa en la parte explicativa del Creador que Jesús no pudo acabar, porque los sacerdotes lo asesinaron. Y miente la Iglesia Católica al decir que “la sangre de Jesús era necesaria para desagraviar a su Padre” y remito al Tribunal Supremo de la Justicia Divina tal blasfemia y ultraje contra el Padre Universal, el Creador, que los católicos están muy lejos, más lejos que nadie de conocerlo.
A quien le hacía falta la sangre de Jesús es al Dios religioso, ídolo infame y antropófago; a aquel Dragón que Juan el Apóstol vió en su visión, cuyo Dragón es el Dios Cristo, que ya dije quién es y quién lo fundó y cómo nació y, como es la vida así es la muerte: y como es el nacimiento es la vida.
Que los materialistas hagan un Dios de la materia; que quieran que la materia sea el principio y el fin de las cosas, es vituperable, mas no condenable; pero que el catolicismo haga un Dios de sus concupiscencias, es despreciable y está condenado por todas las leyes divinas, humanas y naturales. Por lo que, el punto 99 que debían haber ganado los católicos, lo han perdido con un sin fin de agravantes que los códigos de justicia de todos los pueblos penan, con la pérdida total de los derechos de ciudadano.
Sí, ese punto está perdido por los católicos, porque está plenamente demostrado que su Dios no es el Creador Universal y Padre común: por lo cual, y a pesar de querer hacer creer que lo representan, no pueden demostrarlo en obras y hechos de vida, única forma comprensible como se le debe mostrar y no en lo abstracto, sino en lo material, en lo físico, con el sentimiento moral que enlace a los hombres en la verdadera fraternidad, bajo la ley de amor, sin caridad.
Toda la argumentación empleada por los teólogos sobre el Creador, es maliciosa y tacaña reduciendo la grandeza del Creador a la mínima expresión de un Dios Ídolo, que los acusa de farsantes, de impostores, detractores y escandalosos supremáticos y seres responsables de todos los males que la humanidad sufrió y sufre; y, sobre todo, del desamor de las familias y del odio de pueblos porque hicieron fronteras, razas y clases entre los hombres y sólo esto fue causa de las guerras. Con el parasitismo religioso se crearon los demás parasitismos, causa del hambre en los pueblos, y todo eso es también otra causa del desconocimiento del Creador, como padre, porque el padre no consiente el hambre y la miseria de sus hijos, por lo cual los hombres niegan a Dios; de lo que se escandalizan los escandalosos que lo cantan con las palabras y lo niegan con los hechos.
La razón virtual por la que se reconoce que el Creador existe, es porque existe la razón en el ser humano, que no la tiene otro ser en ningún reino de la naturaleza. Sólo el hombre razona, por lo que la razón del hombre, agrandándose cada día, es la representación eficiente de la existencia de otro ser que incita, que llama, que obliga al hombre a ir más allá con su razón, con la que, al fin, concebirá en el tiempo al Creador; pero que no podrá llegar hasta que haya reconocido la razón de la razón humana, cuya razón es el espíritu: al que no puede el hombre conocer, aunque es la causa del ser hombre, hasta que el hombre se conoce a sí mismo en sus tres entidades de cuerpo, alma y espíritu.
Ya he pasado un pelo de la raya que me tracé para este “Primer Rayo de Luz”; pero es a causa de la “triste derrota” que el catolicismo se ha dado él mismo y yo tengo el deber de poner una tabla en la que se salven los efectos, ya que la causa se hundió en el abismo que se cavó.
Vamos al punto 100, y sólo por tocarlo: pues desde ya lo tienen también perdido; el espíritu. Pero advierto, que es este el punto 99 y el anterior el 100; pero lo ha tocado el señor Podestá, el último y esto no altera los valores; pero afirmará todos los valores contenidos en mi juicio.
No es verdad que los sabios sean pobres de espíritu; pero pueden tener en varios casos debilidades en sus espíritus, y las han tenido todos los que cita el señor Podestá y los que no cita: y son todos aquellos que, comprendiendo una verdad han tenido temor de confesar, exponer y defender esa verdad, por prejuicios o por temor a una excomunión y otras represalias religiosas; tienen sí, todas esas debilidades (como la de Galileo, para no citar a todos), millones de atenuantes, porque el progreso del espíritu enseñó que debían los hombres evitar el martirio, sin provecho para nadie y que además puede ser un suicidio, sobre ser un crimen del tirano: pero esto no deja de ser una debilidad, porque debieron los sabios educar primero al pueblo que los debería defender de la tiranía de la plutocracia absorbente; y esta tiranía se ve en todos los hechos y en todas las cosas de los religiosos, pero por sobre todos, en los católicos y me remito a la historia, bulas y letras de los pontífices, obispos y hasta las prédicas de curillas y sacristanes estultos.
Sí, el 99 por ciento de los sabios (hasta hace unos pocos años) han tenido debilidades de espíritu y la tuvo hasta el mismo Jesús, por cuanto llamando al Padre, le dijo: “Si es posible, pase de mí este cáliz”.
Y es porque la carne tiene su ley y en su instinto de conservación huye y protesta del sufrimiento irracional, que el tirano dominado por la concupiscencia impone al cuerpo, que no es, que no puede ser responsable de nada, como no lo es ningún acento animal de cuerpo y alma.
Todos esos tormentos llevados a la práctica con el más horroroso refinamiento por el catolicismo, contra los cuerpos, prueba, más allá de la evidencia, que la Iglesia Católica y Cristiana desconoce a lo absoluto lo que es el cuerpo del hombre, las funciones del alma del hombre y lo que es y la procedencia del espíritu del hombre, único autor, actor y responsable de los hechos del hombre.
Pero como al espíritu no le alcanza la tiranía religiosa en cuanto a venganzas materiales, la hidrofobia de la pasión religiosa necesitaba víctimas y... al cuerpo atacó con la rabia del Dragón sanguíneo.
Una prueba evidente, de que la Iglesia católica es enemiga del espíritu, es la calumnia y persecución al Espiritismo Luz y Verdad, condenado desde su nacimiento aparente por la publicación de la filosofía espiritista: y digo nacimiento aparente, porque el Espiritismo es antes que el hombre en la tierra; pero esta explicación no es de este lugar y sólo se menciona para una prueba de que la Iglesia cristiana y católica le llevó la guerra y lo denigró, porque sabe que es lo único que la reduce al no ser; y, sin embargo, ella se sirvió del espiritismo negro de los espíritus déspotas, sanguinarios e imbéciles, que por el libre albedrío de la ley única, no le es prohibido manifestarse y llevar su concupiscencia a sus camaradas de causa, los religiosos; motivo por el cual, Moisés, en visión perfecta de este crimen y ordenado por el espíritu de Verdad, prohibió el uso de las evocaciones a los no sabios.
Hasta en estos días de gran luz espiritual, porque la hora de la justicia llegó y está en acción y los espíritus más luminosos de la tierra luchan y hablan y vienen a apoyar y confirmar la verdad del espiritismo y reforzar la acción de la justicia, vienen, digo, los grandes maestros de mundos de gran progreso, porque el espiritismo es solidario en todo el Universo.
Pues hasta en estos días, en que los grandes consejeros del padre común hienden la atmósfera terrestre para depositar su sabiduría y su amor donde la ley les señala, se atreve el “Rey sin estado”, el representante de la apócrifa Iglesia católica, ha prohibir a los católicos acudir a donde se evoquen los espíritus: lo que es confirmar, a su pesar, la verdad espiritismo y confesarse enemigo irreconciliable del espiritismo y, por lo tanto, del espíritu: por lo que, pierden los católicos también este punto con las agravantes consecuentes de la persecución del espíritu, al que explotan y condenan, calumnian y vituperan y pretenden matar, siendo esto la prueba más concluyente de su perversidad, más que su ignorancia contra el espíritu, sin cuya sabiduría es imposible concebir al Creador, para lo que digo, repitiendo, que: “El espíritu del hombre es la razón del ser hombre y sin él no sería hombre”; que: “El espíritu es un hálito, una parte infinitesimal del mismo Creador, el que es la razón de la vida, y que el espíritu del hombre es consubstancial y Ab y Coeterno en y con su Padre el Creador Universal.
Todo esto es lo que denigra, persigue y quiere matar la religión católica y cristiana, para lo cual se abroga un derecho divino que jamás le fué dado; lo que constituye un desacato; a la ley universal; una usurpación de derechos al Creador y un crimen alevoso de lesa humanidad, con todas las agravantes de los códigos de justicia divina y humana.
Llamo a la razón, llamo a la ciencia, llamo a los hombres sin prejuicios y llamo a la augusta Justicia Divina, que está en acción, y... llamo, en fin, al espíritu de Luz y Verdad y al Padre Creador, negados por unos y explotados y desconocidos por otros, y juzguen mis juicios en el mayor rigor de la justicia que acato.
Queda el juicio concluso para sentencia.
Buenos Aires, 27 de noviembre de 1917.
[1] No había de faltar la prueba fatal de la “fe ciega” que la religión Católica exige a sus Creyentes por la que relegan sus derechos de hombres a tan solícita madre. No necesitamos los libres esa prueba ni hemos fundado nuestros juicios en palabras, sino las obras que es “fe hecha obras”: Fe viva. Pero, hoy 28 de Abril de 1931 que estoy corrigiendo este punto de “El Primer Rayo de Luz” agotado, para preparar su segunda edición, leo “La Prensa de Buenos Aires donde encuentro la confirmación de mis juicios condenatorios de la religión católica en su autocracia y causa de la ignorancia, del fanatismo y el odio humano. Como son palabras del pontífice católico dirigidas a un partido de terror, también, (como todo lo malo) nacido de las entrañas de la bestia 666, recortamos el sabroso documento que incluimos en este “asterisco” y será una confirmación de nuestro mismo sentenciado de las verdades; que como autos inapelables hemos puesto en “El Primer Rayo de Luz”. Los subrayados los hemos hecho nosotros; pero sus palabras son del texto papal. Buenos Aires, Martes 28 de Abril de 1931. Libro: El Primer Rayo de Luz
Autor: Joaquín Trincado
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